Protestar no es hacer guerra
Escrito por: Jorge Campos
Por medio de la observación podemos entender algunos de nuestros actuales fenómenos sociales, muchos de estos originados principalmente por una corriente de pensamiento transferida en kit por generaciones.
Nací a finales de los años 80. Mis padres, y demás antecesores vivieron la Revolución Sandinista, pero de sus bocas yo nunca supe nada. Fue hasta en el colegio y por los libros de historia que fui descubriendo esa herida abierta en los nicaragüenses que no quisieron afrontar el duelo, y se acostumbraron a la evasión como esencia en la búsqueda de la felicidad y el equilibro. Ciertamente una guerra tiene afectaciones en todos los niveles, para todos los sentidos y en todos los campos. Más de treinta años después y Nicaragua aún tiene esa cicatriz infectada en la frente. Y es precisamente la reproducción de ese arrastre evasivo como método inequívoco post revolución lo que no ha permitido un verdadero crecimiento de conciencia colectiva.
Es el 2018 y continuamos hablando del impacto insuperable de la guerra de los ochenta. Todos los actuales políticos que ostentan cargos públicos participaron activamente en ese episodio histórico, y se aferran a ésta como único y más certero aval del rango alcanzado, como reconocimiento histórico del que se sienten merecidos. Porque por el momento, contar con experiencia en un conflicto bélico es el más loable mérito para optar a cualquier cargo público de este país, dejando a un lado las capacidades cognitivas o estudios realizados, lo que podría explicar la porfiada y perniciosa oposición a un relevo generacional.
En la medida que conozco a nuevas personas me doy cuenta que quienes tienden a ser más manipulables, son quienes expresan una necesidad urgente de alcanzar la felicidad plena en todos los aspectos; logrando, gracias a ese idealismo, únicamente la frustración. Esto como resultado de los conceptos transferidos por una generación herida: la felicidad sólo a través de la ignorancia y la paz sólo a través de la evasión. Y en algunos casos ese concepto se solidifica por la errada interpretación de la industria de superación personal: porque nada nos mantiene más felices que el hecho de no saber de nada que no sea del Yo, indistinto a su implicancia para nuestro entorno. Es sólo a través del desconocimiento como dogma que se logra la aparente felicidad, ya que nos evita disgustos y mal sabores. Nos enseñan a buscar la verdad, pero no nos enseñan que la verdad conlleva responsabilidad y por su uso trae consecuencias: la verdad nos hace libres, pero no felices porque aturde.
Evitar el debate, la controversia, negar que existe diversidad, produce estabilidad emocional. El miedo a lo diverso, a lo desconocido está disimulado en el silencio autocompasivo, al que no queremos renunciar por falta de voluntad, y es esa postergación de asuntos importantes la que nos asfixia bajo el antifaz de la indiferencia.
En nuestro país es común escuchar la frase “A vos te gusta hacer la guerra” en reproche cuando se trata del legítimo derecho de la defensa de un pensamiento o una acción. Se nos ha enseñado que lo más fácil es lo ideal: ignorar y callar, en lugar de debatir con respeto y tolerancia, sin violencia. ¿Por qué protestar o quejarse es ocasionar guerra? ¿Por qué debatir o refutar es sinónimo de confrontación violenta? Es normal ver cómo en muchas ocasiones las personas se tragan el maltrato de otro en la vida cotidiana, y por autocompasión se justifican a sí mismos: “Es que prefiero mantener la paz”.
¿Qué es paz? La evasión sólo concede una falsa paz que anhelamos por ese idealismo que nos han inculcado en complicidad con el silencio. Consentir el slogan “¿Quieren ser felices? Manténganse ignorantes” como doctrina infalible de vida. Pero una felicidad ficticia, porque una felicidad realista procede de la administración de la verdad y su aplicación ética en el entorno, únicamente gracias a un desarrollo honesto y trascendental de conciencia colectiva desde la individualidad. ¿Qué somos? ¿Qué aspiramos?
Hablar de paz y felicidad desde el confort es hablar de indiferencia e ignorancia. Jamás habrá cambios sociales evidentes si no empezamos por fomentar y transferir de aquí en adelante una cultura crítica de sano debate. Protestar no es hacer guerra, al menos no violenta, sino resistir al silencio. Podemos decidir destruir lo que se nos ha heredado hasta el momento: una falsa idea de vida.