Los paramédicos del San Miguel
Por: Néstor Cedeño y padre Edwin Román
La casa cural de la iglesia San Miguel Arcángel se encontraba en un breve silencio después de que las campanas de la parroquia fueran sonadas para alertar sobre el peligro inminente aún cuando a lo lejos se escuchaban los sonidos que mantenían despierta a toda Masaya. Los jóvenes voluntarios que se encontraban dentro de la cural estaban atentos a esos sonidos—las ráfagas y los morteros, los gritos de dolor y angustia igual.
Circulaban por el patio verde—un pequeño jardín en la parte de atrás que llegó a crecer debido a la abundancia de plantas que adornaban sus paredes. Llevaban puestas camisetas con la palabra “paramédicos” sobre sus espaldas y esperaban—ansiosamente—para atender y salvar a quienes llegarían a recurrir auxilio.
Eran alrededor de 15—custodiados por Jesús sobre la cruz y el padre Edwin Román. Además de ser socorristas, ayudaban con la cocina y limpieza del lugar. El padre Román los coordinaba con la ayuda de uno de los muchachos del grupo. Durante el tiempo cuando no tenían que salvar alguna vida, lo pasaban entre risas y platicas mientras que la perrita del padre—y mascota del grupo— Chiquita, paseaba de un lado a otro, buscando constante atención. Eran jóvenes que, aún con un futuro por delante, arriesgaron sus vidas durante momentos sumamente tensos en ese lugar de Dios que también funcionaba como puesto médico improvisado durante momentos muy difíciles.
A inicios de junio llamaron al padre Román para acuerpar a un joven que—si no hubiera llegado el cura para resguardarlo—hubiera tenido graves problemas por ser hijo de un policía. Aquel joven caminó a la par del padre, con su cabeza tapada, para no ser reconocido ante la mirada de muchos que sentían desprecio por tanta represión por parte de paramilitares y agentes de la Policía Nacional. El muchacho fue sacado de Monimbó, pasando por la iglesia Salesiano y posteriormente llevado a un lugar seguro. Pasaron por la pared de una casa vieja cerca de una de las tantas barricadas de adoquines que se habían levantado en esa zona. Esa pared de barro y fachada blanca se encontraba adornada pon pintas que fueron puestas por jóvenes que tenían un mensaje claro por transmitir. Uno de esos jóvenes fue una muchacha que—como muchos—se entregó por completa a la lucha que decía ser justa. Su entrega fue tanta que hasta su propia vida dio. La pared que el padre Román pasó al custodiar a ese joven encapuchado leía:
“Vivirás Monimbó”
“Patria libre para vivir”
Ese joven tuvo la suerte de no tener que parar al puesto médico de San Miguel—no tuvo que morir en aquel lugar sagrado como le pasó a Bam Bam, un niño que recibió la bala de un francotirador o Donald López, quien de un disparo en el corazón—justamente frente a la parroquia—murió.
Los paramédicos de la cural no pudieron salvar al hombre que con valentía le dijo a su verdugo, antes de ser baleado…
—Si me vas a matar… ¡Mátame!
Y eso fue exactamente lo que le hizo a aquel zapatero.
Pero no fue el primero en llegar; al Pollito le tocó serlo. La represión en Masaya fue imperdonable. Los matones del régimen disparaban sin piedad ni humanismo. Cuando Junior Gaitán tenía un arma apuntada sobre él, bajo la oscuridad nocturna y los sonidos de disparos y morteros, sus últimas palabras no fueron suficientes para salvarlo…
—Loco, no me mates. ¡Si no ando nada!
Su cuerpo llegó a la cural, pero el disparo a quemarropa ya había segado la vida de ese muchacho de la misma manera como otro le quitaría la vida del profesor Carlos, quien también fue vapuleado por un ser sin alma, portando un A.K. y posteriormente trasladado al puesto para ser atendido por esos jóvenes salvavidas que, entre sangre, gritos y manos temblorosas, hicieron lo posible por salvar a cada persona que merecía vivir.
El cuerpo del profesor descansó dentro de la parroquia mientras los jóvenes paramédicos—exhaustos, tristes y llorando por lo sucedido—no pudieron hacer más que lamentar otra muerte y vivir con ese momento—como todos los momentos ya vividos—dentro de la casa cural en San Miguel.
En algunas ocasiones, el miedo se dejaba a un lado y salían con sus cascos puestos, en medio de la balacera, para rescatar a heridos y hasta fallecidos. Una vez, cuando una turba se encontraba saqueando almacenes y una joyería, el padre Román salió a hablarles para que cesaran. Dos de los muchachos salieron con él y los 3 escucharon la amenaza de uno de los turberos—con machete en mano—de lanzar al padre sobre una fogata que ardía en la calle, producto de una papelería que provenía de una librería cercana.
Y en otros momentos, las visitas de supuestos “periodistas” instaron al padre a tomar acción para resguardar la seguridad de todos los que se encontraban ahí. Dos individuos se hicieron pasar por reporteros salvadoreños, pero olían a metal y el padre llegó a la conclusión de que eran del Ejército. El cura también notó el nerviosismo que desprendía de esos sospechosos y los llegó a correr de inmediato gracias a que se les descubrió la mentira con la ayuda de otros 2 periodistas legítimos de Costa Rica. Algo similar sucedió con un par de mujeres que, según ellas, buscaban entrevistar a los muchachos. Llegaron con una facha poco creíble causando el enojo del padre, quien muy a las 6 de la mañana les tiró el portón, no sin antes recibir unas cuantas palabras selectivas y pocas amistosas. Lo más gracioso fue que una de esas mujeres quiso hacerse pasar como la nuera de Gioconda Belli, algo que hizo gozar al cura, deseando que la poeta estuviera ahí para contársela.
Los jóvenes paramédicos eventualmente abandonarían su labor en San Miguel. El día que la “limpieza” llegó a la Ciudad de las flores, tuvieron que salir huyendo—como muchos otros—por la laguna de Masaya. Hasta la Chiquita tuvo que ser sacada antes de que llegaran a la parroquia y fue dejada en un hogar seguro, esperando el retorno de su dueño, quien se encontraba en Managua, gestionando por unos jóvenes encerrados en las celdas del Chipote. Muchos de los paramédicos terminaron en el exilio y el padre Román recuerda a esos jóvenes y los momentos que pasó junto a ellos como una experiencia única en su sacerdocio.
A partir de ese mes de junio del año de la rebelión—además de ser caluroso, con días de lluvia—fue un tiempo lleno de muchas pruebas para esos jóvenes paramédicos que atendían en la casa cural del San Miguel Arcángel y el cura que los resguardaba. Al terminar mayo, Masaya y sus tranques se levantaron. Múltiples puestos médicos pasarían días y noches sin descanso alguno y una ciudad completa sentiría el dolor de tanta muerte e injusticia al unirse en oposición contra alguien que desde ese entonces es recibido con las puertas cerradas.
Néstor Cedeño es maestro de literatura y autor de Entre rebelión y dictadura (2020), Entre lucha y esperanza (2020) y 19/4/18: Un relato en 3 actos (2021). Puede descargar y leer gratuitamente sus obras a través del siguiente enlace: http://nestorcedenoautor.wordpress.com/libro
Padre Edwin Román es sacerdote de la iglesia San Miguel Arcángel de la ciudad de Masaya.