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El país del olvido.

El país del olvido.

Escrito por: Augusto Alexander Centeno G.

Las ocho y siete de la noche y Managua registra una temperatura de 29 grados. Desde la terraza de una casa de seguridad puedo observar el lago de Managua y las chicharras con su canto me acompañan en mi soledad. Treinta minutos antes le envié un mensaje a mi mama diciéndole: “Quisiera estar en Estelí”.

Mi vocación de triste se complementa muy bien con la capital. Managua es una ciudad horrendamente triste. Un Macondo moderno. Un bus para 70 personas es capaz de transportar a 150 personas mientras el conductor va gritando: “Háganse para atrás, para que me le den pasada a la gente”, “en medio va vacío”, “amorcito lindo, apartá tu mochila y ponela de frente para que pase la señora, porfa”. Aquel conductor parece perder la paciencia, pero no la educación: “Les dije que ocupen el espacio de en medio, por favor”. Un “por favor” hace al hombre.

Managua es pobre y las marcas de las catástrofes que ha vivido no desaparecen: hoteles cinco estrellas a la par de casas con láminas de zinc oxidado, modernos centros comerciales y al frente una tienda hecha de madera y zinc que vende frutas y ropa usada, al son de una canción dedicada al bachi que dice: “El comandante se queda y tú lo sabes” …

Las desigualdades económicas y sociales son lo más visible de Managua. Vas por carretera norte y podés ver a la gente lavando su ropa o bañando a un niño. Las casas hechas de zinc oxidado, ubicadas a la par de un cauce. Un semáforo peatonal en verde y al mismo tiempo los vehículos transitan. Los semáforos “inteligentes” que instaló la Alcaldía de Managua funcionan bien… A mi mente se viene la frase de la Yuma: “Algún día me iré de este barrio”. En mi caso significa volver a Estelí, a mi bella ciudad que de no ser por la gente que escucha música de banda y quiere imitar el acento de los mexicanos sería perfecta.

Pero abril comienza a desaparecer. La normalidad empieza a asentarse: los centros comerciales llenos o hasta “al culo”, como dijo un señor al ver el food court de Metrocentro sin asientos, los bares animan a los capitalinos y las principales vías vehiculares siempre están congestionadas. En Managua no existe la cortesía por parte de los conductores y la gente no usa los puentes peatonales. Nicaragua es un país sin leyes. Hace unos meses contábamos con tristeza los números de muertos después de cada protesta, ahora cuentan con alegría las “bichas” que se van tomando. Los policías están presentes en todas las rotondas de la ciudad. En la UCA están permanentemente, me he cruzado en un par de ocasiones en donde están ellos y en mi mente me digo: “Si supieran que aquí va un golpista buscado como criminal en Estelí”. Una suerte de risa que es más una preocupación. Los policías se esconden en la sombra de un árbol para soportar el calor asfixiante de Managua o por vergüenza también… Sostienen en sus manos armas de guerra, alguna de esas armas habrá asesinado a un manifestante y algunos de esos policías son los responsables de sus muertes, pero gozan de libertad.

“Ahí murió Chester”, me señala con sus labios un compañero mientras recorremos a pie la UNAN-Managua. Los vehículos pasan a una velocidad de 60 KPH y ya nadie recuerda que ahí murió Chester Chavarría, el primer asesinado en la UNAN. En la entrada de la universidad, una buena cantidad de estudiantes hacen fila para ingresar. Algunos lucen desesperados por entrar, miran constantemente sus relojes y las muchachas están idas en sus celulares arreglándose su cabello, el reflejo de la pantalla del celular les sirve como espejo. Tan ansiosos por entrar, como si la UNAN tuviera algún prestigio. Los que dirigen la UNAN son los asesinos de nuestros compañeros, sigo pensando que no sería capaz de recibir clases por los asesinos de mis compañeros. Yo no podría… Parece que olvidaron que la UNAN hace un año estaba tomada y el 13 de julio ocurrió la masacre de la “Divina Misericordia”. Olvidaron que el primer muerto fue Chester Chavarría y los dos últimos Gerald “El chino” Vázquez y Francisco “El oso” Flores. “EL OSO” me despierta una curiosidad, no como Francisco Flores el atrincherado de la UNAN, sino como Francisco, el chavalo de barrio abandonado por sus padres, el que hizo de su familia a los atrincherados y consiguió su primera novia en medio de la mortandad que azotaba en esos días a Nicaragua. Es que estos muchachos antes de sus muertes solo eran unos de los tantos chavalos atrincherados en una universidad, solo después de sus muertes fueron alguien, como Leonel Rugama. Solo después de su muerte su poesía era hermosa.

Murieron como santos en las catatumbas de la historia, entregaron sus vidas por una causa que creían justa. Sus fotos no fueron la portada de ningún diario nacional y sus muertes pasaron simplemente a los informes de derechos humanos. En la UNAN ya pocos los recuerdan y sus amigos de lucha están en el exilio…

Están los otros, a esos que les llaman “desgraciados”, los olvidados por los gobiernos y los políticos de segunda. Solo sirven para las campañas políticas antes de las elecciones. Esos que venden agua, los carretoneros, los niños que limpian parabrisas en los semáforos, las señoras que venden frutas y enchiladas en las afueras de las universidades. Los más pobres son los dotados de conciencia, pero son los usados como carne de cañón y al no poseer más que sus vidas, las ofrendan y casi siempre un pequeño grupo coopta los espacios que deberían ser de ellos. Los pobres viven de la realidad por eso tienen un nivel elevado de conciencia. Debe ser cruel vivir de la realidad y más cuando se vive en Nicaragua. A pesar de vivir de la realidad este es el único país donde se puede “avanzar para atrás” y comer quesillo con “cebolla”.

En Managua las rutas nunca van vacías, probablemente van hechas de historias. Un muchacho de un metro setenta, ojos claros como los de un búho, de barba desaliñada y con un piercing en la parte superior de su ceja derecha saludó a su profesora. Él y su profesora fueron expulsados de la UPOLI por “incitadores del odio”. Quise decirles que yo también era un expulsado, pero preferí escuchar su historia. “Me despidieron sin haber cometido una falta grave. Una falta grave puede ser acosar a un alumno y ganas no me hicieron falta, pero no lo hice”, ríe, mientras se sostiene en una de las barandillas del bus que parece que van a desarmarse en cualquier momento y no desentonan con la piel de la profesora. Tanto el bus, como ella, están a punto de jubilarse. Y yo por chismoso me perdí en aquella ruta y no reconocí mi parada. Me perdí y tuve que pagar 200 córdobas de taxi para regresar a casa.

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