Desde mi ventana

Desde mi ventana

Escrito por: Mario Guevara S.

El calor de las 8:00 de la mañana me dice a gritos que me prepare para un día sumamente caliente en Managua. La parada del transporte urbano colectivo luce más o menos llena, la hora pico casi llega a su fin. Los autobuses en esa franja de tiempo van con menos pasajeros y aun cuando no logro un asiento, voy cómodo. Siempre he pensado que es fácil ver las vicisitudes que se viven a lo interno de un bus, por eso hoy decidí ver a través de la ventana, pero cuando digo ver no es con la mirada perdida en el horizonte, tratando de huir de la realidad, sino viendo hacia una especie de pantalla viva y editando en mi mente una especie de documental, haciendo un collage de fotografías dispersas del estado de una ciudad que se luce bajo el filtro anaranjado del sol de un invierno sumamente seco, sin nubes que apoyen aquella etiqueta meteorológica.

En este documental el ritmo de las imágenes lo da la velocidad del autobús y los cortes y enfoques son responsabilidad de mis ojos. Un pestañeo sirve de transición entre escena y escena en esta peliculita que inicia mostrando una ciudad que ya despertó. ¿La música? Al gusto del conductor del bus.

En la parada de la colonia Rafaela Herrera, hombres y mujeres, jóvenes y no tan jóvenes, van al trabajo cargando bolsos térmicos con emblemas de diferentes empresas. “Cargan su morralito”, su almuerzo, la comida. Me imagino un gallopinto con queso, maduro frito. Ya me dio hambre. A medida que avanza el bus me muestra la entrada de un bar ubicado en la entrada a la colonia Miguel Gutiérrez, al que a golpe de agua y escoba le quitan la mugre de la noche anterior. Sillas plásticas también son “bautizadas” con el chorro para quedar preparadas para recibir a los hijos del dios Baco. Más allá una vendedora de frutas acomoda entre ocho y diez jocotes verdes en bolsitas de plástico, que va ubicando en filas sobre una mesa. Muy cerca de aquel “ejército verde”, una botella de vinagre y un recipiente con sal se muestran como los mejores aliados. Una muralla amarilla hecha por más de una docena de bananos le da otro color a la escena y un exhibidor de periódicos me regresa a la gris realidad con noticias de guerra, hambre y muerte.

Unos tomates rojos rodando sobre el asfalto negro me indican que hace unos momentos pasó una camioneta cargada de frutas, aquellas que van de casa en casa con un megáfono, y que no se percató del hueco sobre el asfalto, mucho menos de la mercancía que salió volando. Más de una persona se jugó la vida para recoger los frutos de aquel “afortunado” incidente que seguramente le puso sabor a una ensaladita en horas de mediodía.

Justo en los semáforos del kilómetro 6, antes de llegar al antiguo Dancing, hay otra vendedora que combina en su mesa las frutas, las golosinas y los refrescos embotellados, pero en el centro de su mercancía sobresale una imagen del Divino Niño, aquel que luce traje rosado y con los brazos abiertos. La sonrisa en el rostro moreno de aquella mujer no encaja con la discapacidad que, me imagino yo, hace más difíciles sus días. Ella camina inclinada hacia atrás sin poder enderezar su columna. Sus pasos son lentos pero su actitud es entusiasta. Verla a ella es simplemente una carga de energía positiva que invita a cualquier mortal a dar lo mejor en la vida laboral y familiar.

En la parada del Hospital Carlos Marx las escenas de mujeres cargando niños enfermos es típica. Los vendedores de agua helada miran hacia las ventanas de los autobuses levantando las manos con las bolsitas azules, esperan una señal para calmar la sed de cualquier viajante. Más obreros y oficinistas esperan transporte para llegar a sus centros de trabajo. Los estantes de ventas de frutas y periódicos es la escena repetitiva.

Las tres paradas siguientes ya no muestran mucho, pero dejan entrever una ciudad que a pocos días de una fiesta partidaria luce más limpia y con calles recién pintadas como una forma de ocultar los problemas de toda una vida: basura, inseguridad, desorden. Pero como no es la primera vez que veo a través del vidrio de una ventana de autobús, yo sé que mi Managua tiene más “clavos” que los que tenemos todos los pasajeros de la ruta 120.

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