Marifer, bajo la luna
Por: Camilo Chavarría
Recuerdas cuando sentía frío y un poco de dolor en todo el cuerpo, cuando flagelaba mi angustia en la inesperada noche deambulando mi corta y expresiva sensatez, de esa misma manera me recreo pensándote como aquel catorce de noviembre donde mi último peldaño rebasó la corriente de mis lágrimas y que por desniveles encontrados en el corredor de mi casa llegaban hacia el lugar menos apropiado para engalanar mi tristeza. Mi nombre es María Fernanda, en todas partes me llaman Marifer, de cariño o tal vez es más compacto para decirlo, así me conocen. Tengo 23 años y he sufrido violencia de física y psicológica, en este momento no sé cómo describirte lo que pienso, pero se mueve en mí ese sentimiento insuperable de libertad, que me anima a ser fiel a mí sentir, el cual es desgarrado y arrojado a la basura por manos ajenas, telarañas de mentiras y orquestas de supremacía indeleble.
No me quiero lamentar como víctima futurista o de las que se asemejan a la multitud de las inmensas arcas que llevan consigo un funesto mensaje de igualdad donde la injusticia se apropia de los anhelos venideros del marco ejemplar. Soy abogada, graduada hace 2 años, todavía joven para ejercer una candidatura para el éxito y demasiado vieja para consagrar mi lecho. Me represento tal cual defensora de la conservación de ideas y dadora de vida a los sueños de los cómplices moribundos. No me desvivo por alguien, tan solo a veces sufro un delirio precoz, mi mente vaga por las llanuras, enfurece siempre con mirada directa al cielo, esperando una respuesta, un cometa que sirva de señal o una estrella fugaz que ilumine mi pensar.
Estoy caminando en el andamio de la calavera, pero no me sostengo con los pies, mucho menos con las manos, desoigo al dador de fragancias que empalagan y detesto fríamente a la carroza de los reinos. El pasado domingo sonaban las campanas de una iglesia aledaña, alegrías parecían entorpecer el sigiloso camino que transitaba, siempre se me olvida algo, por ratos hasta mi propia vida, me entristece seguir hablando incoherencias, pero me anima creer que aún soy capaz, que puedo resolver un problema mediático usando mis propias manos. La iglesia parecía un lugar donde se llegaba en busca de algo, así como una tienda, pero que el precio de obtenerlo estaba lejos de sacar un billete y pagar en la caja, me soñaba entrar como una novia vestida de blanco, nunca pensé en el caballero que fuera a mi lado, tan solo sentí el alivio en mi mente, el dolor de perderle, acabarle y olvidarle.
Aquel día entré con mis ganas de todo en perfecto estado de pureza, mis labios cerrados con prudencia y mis manos en mi pecho aguardando posiblemente recibir lo esperado, entraba emocionada al altar, tránsito glorioso de la soledad, estaba tan feliz de no saber nada, de no sentir, y de estar presente. Recuerdo la última vez que sonreí y perdoné, me sacaron a la calle y volví, mi cuerpo cubierto de golpes, sangre, mi cara destruida por la indiferencia, aporreada por la inclemencia social donde me hacían miembro distinguido de las víctimas culpables de los daños recibidos, me regeneré y me exilié. Me voy y dejo un suspiro, me tiembla la vida, aquella que dejé tirada en las manos que oprimían mi desenlace, me retiro hoy en trance caminando bajo la luna, bajo el reflector de la muerte que dejó tirado al futuro de mi gente. Gracias mundo por hacerme sentir lejos de ti.