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Libros para la depresión

Por: Adrián Cruz

Mi vida no ha sido fácil. Desde la niñez he tropezado con la pobreza, pues en mi casa las circunstancias económicas eran difíciles. Éramos cinco hermanos para una joven viuda. Nuestra madre pasaba trabajando desde temprano hasta muy tarde. Volvía casi al anochecer, rendida y dispuesta a acostarse.

Es evidente que casi no nos prestaba atención. Así crecimos, haciéndonos compañía en el descuido. Los pequeños jugaban casi todo el día, mientras que los grandes nos ocupábamos de los quehaceres de la casa. No me parecía nada extraordinario hacerlo, hasta que llegué a la adolescencia y pude contrastar mejor las diferencias de vida que me separaban enormemente de lo que hacía y de lo que deseaba hacer.

Empecé a tener pesadillas que no me dejaban reposar por las noches. Al día siguiente despertaba taciturno, de muy mal humor, sentía una opresión obscura, helada, dentro de mi pecho. Y la voluntad volaba fuera de la ventana. La oscuridad se cernía sobre mí ser aunque fuese un día alegre. Me fui apartando de mis hermanos. Ellos lo notaban, pero no sabían qué me pasaba, pues yo no le contaba a nadie de mis asuntos por temor a ofenderlos.

Paseaba por la casa haciendo las cosas con desgana, a medio terminar. A veces ni las hacía, lo que me valía muchos regaños de mis hermanos mayores. Empecé a salir de casa, quería escapar a ver si lograba evaporarme en el viento y desaparecía.

En mis largas caminatas no me encontraba con nada que me llamara la atención. Me aburría estar en el parque, no quería practicar deportes, ni mucho menos hablar con nadie. Regresaba a casa derrotado. Una cuadra antes había una pequeña biblioteca comunitaria, pero en el barrio no tenías el hábito de leer, por lo que casi siempre permanecía vacía o con poca gente. Solo la bibliotecaria merodeaba por los estantes cuidando los libros, o se sentaba en la recepción a leer.

Cuando no encontraba nada que me sacara de mis tristes pensamientos decidí entrar. Era una tarde lluviosa. No quería mojarme, así que entré. La bibliotecaria no me hizo mucho caso: tan solo me alargo un libro, y me dijo que podía esperar tranquilo a que escampara si me sumergía en la lectura. Accedí por temor a ser maleducado.

Abrí el libro. Tenía páginas desgastadas, y la portada estaba muy maltratada. Se llamaba “Un Mundo Feliz”, título que captó mi atención rápidamente. Empecé a leerlo. De repente los pensamientos melancólicos desaparecieron y mi mente se empezó a llenar de líneas que describían, contaban, narraban y hasta suspiraban. Me quedé absorto en la lectura, hasta que dejó de llover.

Le pregunté a la bibliotecaria si podía llevarme el texto, y ella dijo que sí. Me fui a casa, me encerré en el cuarto. En pocos días había terminado la lectura, por lo que volví a la biblioteca por otro, y luego por otros.

Los libros me ayudaron a sobrellevar mi tristeza mostrándome nuevos mundos. Sobre todo, me enseñaron que no soy la única persona con penas para referir, y que podía aprender mucho de la vida gracias a la peripecias, ficticias o reales, de incontables personajes.

Mis hermanos nunca supieron cómo me curé de la depresión. Tan solo están contentos de volver a verme sonreír, y se maravillan conmigo de las historias que traigo de la biblioteca.

Sobre el Autor

2 Comentarios

  1. G.B

    Los libros también son mi escape de muchas cosas, tanto así que la bibliotecaria de acá hasta se hizo mi amiga y reímos juntas de ocurrencias de personajes. Lo mejor de todo es que siempre hay más y más, aunque se presentan dificultades como cuando has leído tanto que ya no sabes cual escoger porque ya casi todos los leíste (Biblioteca escolar)
    Lamentablemente aún sigo siendo una persona muy inestable emocionalmente. Aunque eso no me quita los ánimos de seguir leyendo. ¡Es la tuya una historia admirable!

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    • movimientopuente

      Muchas gracias por compartir tu opinión, te invitamos a escribir artículos para nuestra revista y que otros jóvenes conozcan tus ideas.

      Responder

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