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El bus

El bus

Por: César Andrés Zeledón

El sonido de un cuerpo al romperse, ¿lo conocés? El sonido que va dejando en el aire un hueso que se fractura, ¿lo has oído?

Era de noche, entre las siete y media y las ocho en punto. El último bus hacia La Paz Centro apareció en la oscuridad de lo que había sido el parque las Piedrecitas, la última parada de Managua antes de abrirse a la interminable carretera. Subí. El bus se detuvo a esperar pasajeros. Pocas veces me había quedado tan tarde en la ciudad como para tener que abordar la última ruta, pero ya sabía que esa era la única que se quedaba inmóvil, de quince a veinte minutos, en aquel desolado lugar. Gente parada con los pies entumecidos luego del trabajo aguardando que llegara más gente cansada a apretujarse a su lado. Y afuera todo oscuro, silencioso.

Llevaba cinco o diez minutos totalmente quieto, de pie, sin pensar en nada. Pronto me percaté del murmullo creciente que invadía el autobús. Cada vez más agitado y violento. Me quité los audífonos.

—Es que el hijueputa este va encima de la chavala y la babosa no dice nada seguramente por pena. Agárrenlo y lo turquean. ¡Acosador de mierda!

—¿Vos lo conocés, muchacha?

—No, yo a este señor nunca lo he visto, y desde hace rato va casi encima mío.

—El bus va lleno, no hay espacio, yo no estoy encima de nadie. Además, yo no vi que le molestara.

—Señor, desde hace rato le estoy haciendo caras y gestos para que se apartara.

—Este hijueputa quiere culear sin pagar, bájenlo, bájenlo al deaverga.

Entre cuatro o cinco sacaron del bus al acusado. No fue fácil. El hombre, aterrorizado, opuso resistencia, pero más temprano que tarde fue doblegado. Cuando lograron bajarlo, varios hombres lo rodearon para que no intentara huir. Algunos ni siquiera eran pasajeros. Todos mirábamos por la ventana atentamente. Una mujer empezó a gritar.

—Mátenlo a ese hijueputa.

Iniciaron a golpear al hombre que al principio intentó defenderse, pero pronto desistió al verse superado. Le llovieron puños y patadas a lo descocido. Entre la andanada de golpes iba brotando la sangre del rostro lívido y desencajado. Esa sangre y el visible temor en el rostro del hombre, animó a los agresores. En el bus la mayoría gritaba eufórica. Algunos rostros, pocos en realidad, torcieron el gesto. Pero no hicieron más. El resto gritaba, vitoreaba, azuzaba a los hombres.

Uno de los hombres, un corpulento vendedor de cosa de horno, asestó un buen puñetazo al linchado en la mandíbula. Este se tambaleó unos segundos antes de que una patada que venía en la dirección opuesta, y que le impactó de lleno el abdomen, lograra derribarlo al fin.

—¡Ni siquiera la vio! —comentó emocionado un viejo a mi lado. Me volví, encontré en sus ojos aquel brillo mágico y atroz de las cosas que nos emocionan intensamente.

Algunos pasajeros comenzaron a vitorear.

El hombre estaba en el suelo como una masa oscura y sanguinolenta. Parecía un animal rodeado de cazadores. Intentaba ponerse en pie, pero no era capaz de hacerlo, las piernas le temblaban como si estuviese cagado de miedo. Los que le rodeaban se vieron y empezaron a sonreírse. Los rostros, levemente iluminados por las luminarias mortecinas y la luz de los autos que entraban hacia la carretera, parecían insatisfechos.

—Nos vamos —dijo el busero.

—No, nada de eso, vamos a esperar —contestó una señora.

—Sí, sí, esperemos —dijo otro.

De inmediato hubo murmullos de aceptación.

Afuera uno de los hombres había conseguido un bate de madera, otro tenía un palo de escoba. Otros dos sostuvieron al hombre que ya empezaba a suplicar:

—Ya, ya, por favor. Déjenme o llévenme a la policía, no me importa, pero no me golpeen más.

—No hermano, si en la policía no te van a hacer nada, más vamos a tardar en irte a dejar que lo que se van a tardar en soltarte —le contestó el que tenía el bate entre las manos.

Quienes le sostenían lo arrojaron al frente, el hombre cayó de rodillas y comenzó a llorar. Adentro ni siquiera se escuchaba un suspiro, los rostros expectantes seguían en silencio lo que ocurría afuera del bus, a solo unos metros. El hombre del bate y el del palo de escoba se acercaron, hicieron casi a la vez un movimiento rápido y fulminante. El palo de escoba se quebró por supuesto. Pero el bate no. Y todos los pasajeros oímos ese sonido, un sonido seco, desagradable, que dejó el último golpe.

FIN

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