Yo te he sentido.
Quién fuera omnipotente
para averiguar tu futuro
o escuchar lo que pensás.
Solitario, en guardia, sediento,
te abrís con angustia a este sol que desgarra.
Tus ramas extendidas dejaban prevenir
algún día
la figura del crucificado.
Yo te he sentido
al despertar.
No sabemos si somos aquí los primeros
o los últimos.
Yo he sentido tus ojos fijos sobre mi cuerpo yacente.
Mirándome con la curiosidad
de quien se asoma
a un cuerpo
que parece destilar ausencia;
mirándome acaso con compasión.
Yo te he sentido
en tus pies como tentáculos,
como antenas, como dedos,
palpándome la carne.
Yo te he sentido
bajando sigilosamente tu nariz hacia mi costado
buscando quizá aseverar
cualquier sospecha de hedor,
–efectivamente, arrugando la cara después.
Quién tuviera alas fuertes y ágiles
en vez de estas piernas deshuesadas
y esta carne dura que me tira hacia abajo.
Quién tuviera la dicha de no tener
la piel con llagas y la sangre seca.
Quién tuviera a la mano un vaso de agua.
Quién tuviera amigos cantores
para compartir la vida o lo que queda.
Si me recobro de la insolación
que me confunde, recuerdo que
yo te he sentido
y estás ahí echado
bajo mi sombra, resistiendo
solo, pero estremeciéndote.
Ya tu cuerpo te avisa –nos avisa– con sus aromas
tu fulminante presente
y tu cáscara dura y seca tan sólo es hogar
del tiempo que se te acaba.
Pensé que eras vos el que estabas arriba,
pero soy yo el que te tengo acá postrado
agonizante
mientras, inmóvil, clavado a la tierra estriada,
mi sabido pasado me crucifica.
Todavía no sabemos si somos los últimos…