Guillotina

Guillotina

Por: Isabella Rivas

Te despiertas y te sigue sorprendiendo el esfuerzo inimaginable que sientes todos los días, temiendo empezar a trabajar. Apagas de inmediato la alarma y cierras los ojos, deseando no tener que hacerlo todo otra vez.

Trabajas desde casa y, técnicamente, no es necesario que te bañes en ese momento; podrías hacerlo más tarde en el día, pero te bañas con la esperanza de que el agua fría ayude a disminuir la presión que sientes en la espalda.

Nunca ayuda, pero lo intentas de nuevo por si acaso.

Enciendes la computadora una media hora antes, porque todas las restricciones que la máquina tiene la hace más lenta y siempre tarda en conectarse. Odias esa laptop. Cada vez que la miras luego de horas laborales te da una sensación de frío en todo el cuerpo que detestas.

El solo sentarte en el escritorio, en frente de esa pantalla, te da náuseas.

Siempre esperas un minuto antes de las siete de la mañana para sentarte y siempre intentas entrar en el sistema a tiempo, ni un minuto antes, ni un minuto después.

No quieres estar ahí más de lo necesario.

Hay veces incluso, que entras segundos antes de que sean las siete con un minuto. La lógica es que si entras en cualquier segundo dentro de las siete en punto, de alguna manera entras a la hora correcta.

Aunque no es cierto, y siempre te descuentan unos centavos por eso en el salario.

La mayoría de las veces, tarda unos diez minutos en entrar una llamada. Otras veces, en los buenos días, tarda treinta minutos, y esos los disfrutas mucho porque puedes aplazar el sufrimiento un poco más. O también, puede entrar hasta un minuto después de conectarte; esos son los días del mismísimo diablo.

Cada dos horas tienes derecho a un descanso de quince minutos.

Tú siempre esperas luego de las primeras tres horas en la mañana, para así tomar el almuerzo más tarde y sentir que las últimas horas del turno pasan más rápido. Realmente es el mismo suplicio, pero tu lógica no te falla.

Odias este trabajo.

No por la empresa. El pago siempre está a tiempo y tu supervisor es tranquilo, aunque te jode mucho por entrar temprano. A veces hasta lo sientes como si fuera un amigo. Pero no lo es. Es tu jefe, y eso significa que a veces también te cae mal.

El almuerzo dura una hora y sientes cada segundo de esa hora.

Comes en la primera mitad para que te de tiempo de lavar los trastes, ir al baño y descansar unos diez minutos sobre la cama antes de volver a empezar.

Para ese entonces, solo faltarían tres horas para terminar el turno.

Te acostumbraste a almorzar tarde, para así sentir que el tiempo pasa más rápido, pero la verdad es que solo sufriste más por la mañana.

También tienes otro descanso que te falta por tomar en la tarde, de esa manera solo falta una hora y media para otros quince minutos de siesta.

Si una llamada se pasa de esa hora y media, y falta menos de una hora para la salida, aun te tomas el descanso. Según las reglas, no debes tomar un descanso en la última hora del turno, pero siempre te lo tomas así de todos modos. Es la única clase de rebeldía que puedes demostrar en este infierno, a menos que quieras que te echen. Y no quieres que eso suceda, porque necesitas el empleo.

En este tipo de trabajo, cuando es muy importante prestar atención en la llamada, no hay un momento en el que no estés pensando, en el que no estés escuchando, en el que tu mano no esté escribiendo lo que la persona dijo por el teléfono. Tu cerebro, tus ojos, tu oídos, todo tu ser tiene que estar al cien por ciento atento a todo lo que ocurre a través de esos auriculares. Y lo odias, lo detestas. Quieres morirte. Eres dramático pero no estás exagerando.

En los últimos treinta minutos del turno, siempre estás viendo el reloj. Cierto, estás atento al reloj en esas diez horas de trabajo, pero en estos últimos minutos, no paras de estar al pendiente siempre de cómo los números avanzan. Y le pides a quien sea que te escuche que no te llegue una llamada un minuto antes de terminar, o, la tendrás que tomar y no la podrás cortar y no te podrás ir hasta que termines esa llamada.

Finalmente, te desconectas. Respiras profundo, suspiras, apagas la computadora lo más rápido que puedes y te lanzas a tu cama para sentir un momento de paz.

Excepto que tu cuarto ya no es solo tu cuarto, es también tu oficina. Y aunque ya no estés trabajando, sigue siendo tu lugar de martirio, donde el agobio, la ansiedad, el cansancio y la tranquilidad son parte de tu psique diaria y no se despegan de ti, no quieren dejarte ir. 

Tu cuarto ya no es tu zona de confort. Es tu guillotina. Es tu cárcel. Es tu corredor de la muerte, en espera de la inyección letal. Solo que no ocurre solo una vez. Te torturan todos los días, te matan, te destruyen, solo para revivirte por unas horas y luego lo repiten, una y otra vez, por el resto de lo que queda de tu estabilidad mental.

Te duermes.

Te despiertas de nuevo.

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