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Ernesto Cardenal: un proscrito

Ernesto Cardenal: un proscrito

Por; Fernando J. Treminio

            Si me pidiesen nombrar a un gran poeta nicaragüense, respondería que, después de Rubén Darío, sin ninguna duda ese es Ernesto Cardenal (1925-2020). Quienes sabemos de quién se trata, lo recordamos por su aspecto longevo, cabello cano y largo, boina negra y cotona blanca; bastante modesto en comparación con el reconocimiento internacional que recibió, pero que iba de acuerdo con el estilo de vida al que lo condujo su vocación religiosa.

            Sin embargo, aunque es uno de los más grandes representantes del exteriorismo literario en Nicaragua junto con Fernando Silva y a pesar de ser ganador de muchísimos premios y reconocimientos literarios, entre los que destacan el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (2009) y el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2012), puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que la mayoría de los estudiantes de primaria y secundaria no saben quién es Ernesto Cardenal ni muchos menos han escuchado su nombre.

            En Nicaragua, a semejanza de muchos otros países, durante una situación de crisis se ataca al arte y al artista, pues este último hace uso de su talento para alzar la voz en protesta contra las acciones erradas que se perpetran contra la sociedad. Ernesto no estuvo exento de lo antes mencionado.   

Enfatizándome en el contenido revolucionario como uno de sus temas principales, es necesario decir que participó abierta y activamente en la revolución en contra de Anastasio Somoza, siendo miembro de la rebelión de abril de 1954, de la que sobrevivió; desde entonces su conciencia social le impelió a luchar a favor de los nicaragüenses, determinación que se llevó a la tumba. Es por eso que, en uno de sus poemarios, Cardenal dejó ver su sentir acerca del primer gobernante que lo persiguió, se trata de su obra Epigramas (1961). Aunque ese poemario está dedicado a su amor de juventud, Claudia, también aborda temas sociales, como la persecución y la lucha en contra del dictador Somoza. Es asombrosa la maestría con la que el poeta conjuga dos de sus amores: el romántico y el revolucionario.

Su poesía presenta cuatro temas principales: el amor romántico, el amor a Dios, el cosmos y la vida revolucionaria. Es por eso que su poesía es considerada densa, porque abarca una gran cantidad de temas, además que fue él quien inició a escribir específicamente la llamada “poesía científica”.

            Teniendo en cuenta que una de las características del exteriorismo es la poesía narrativa, de inmediato se intuye que los epigramas cardenalicios son como pequeñas anécdotas poetizadas, las que, aparte de relatar, instruyen. Por ejemplo, el epigrama once, dice:

            “¡Yo he repartido papeletas clandestinas,

gritando: ¡VIVA LA LIBERTAD! en plena calle

desafiando a los guardias armados.

Yo participé en la rebelión de abril:

pero palidezco cuando paso por tu casa

y tu sola mirada me hace temblar”.

En él, Cardenal relata su experiencia como participante en la rebelión de abril de 1954 contra el dictador Somoza y su guardia, misma que se encargaba de cumplir con los malvados designios de su cabeza, que incluían torturar y asesinar a quienes el tirano les indicaba, así lo deja ver el epigrama veintiocho. Desde luego, la gente no era ajena a las atrocidades que se cometían en nombre del presidente, pero saber lo que podría pasar si se oponían a él, los amedrantaba. Como ejemplo de ello, el epigrama diecinueve:

“Se oyeron unos tiros anoche.

Se oyeron del lado del Cementerio.

Nadie sabe a quién mataron, o a quiénes.

Nadie sabe nada.

Se oyeron unos tiros anoche.

Eso es todo”.

¿Quiénes eran las víctimas mortales de las armas de fuego de la Guardia Nacional? Solo la familia enlutada y sus allegados lo sabían cuando estos desaparecían durante algunos días o para siempre, a no ser que supieran en qué fosa los habían enterrado. Solo se oían los disparos en las noches, como indolentes mordidas en los sesos y en el corazón que dejaban las bocas cerradas y el miedo atacando los hogares, como una pandemia de silencio, que llevaba consigo tres opciones como castigo: exilio, cárcel o muerte; así lo retrata el epigrama treinta y cuatro:

“La Guardia Nacional anda buscando a un hombre.

Un hombre espera esta noche llegar a la frontera.

El nombre de ese hombre no se sabe.

Hay muchos hombres más enterrados en una zanja.

El número y el nombre de esos hombres no se sabe.

Ni se sabe el lugar ni el número de las zanjas.

La Guardia Nacional anda buscando a un hombre.

Un hombre espera esta noche salir de Nicaragua”.

Y es que Somoza de alguna manera poseía una marcada omnipresencia en el territorio nicaragüense, era difícil que alguien escapara de sus garras, a eso se refiere Cardenal en su epigrama, donde ejemplifica la huida de un nica a territorio extranjero al ser perseguido por la Guardia Somocista la que, a no ser porque el individuo haya escapado certeramente, lo torturará hasta matarlo.

Somoza, enriquecido a más no poder y con un sentido infame de egolatría, manda a hacer lo que narra el epigrama dieciocho:

“De pronto suena en la noche una sirena

de alarma, larga, larga,

el aullido lúgubre de la sirena

de incendio o de la ambulancia blanca de la muerte,

como el grito de la cegua en la noche,

que se acerca y se acerca sobre las calles

y las casas y sube, sube, y baja

y crece, crece, baja y se aleja

creciendo y bajando. No es incendio ni muerte:

Es Somoza que pasa”.

¿Qué tan agradable era el recorrido nocturno del dictador en su carro de rico? Ernesto lo describe tan horrible como el grito de la cegua y como la sirena de una ambulancia que corre a la escena de un homicidio o a sofocar las llamas de un incendio, es decir, estruendoso, alarmante, desesperanzador y, para el dictador: estrambótico.

Una muestra más de su endiosada personalidad, es la que menciona el epigrama treinta y uno, en cuyo encabezado dice: “Somoza desveliza la estatua de Somoza en el estadio Somoza. Al repetir su nombre tres veces, se evidencia la sed de superioridad del dictador que, al erigir una conmemoración para sí mismo, no lo hizo para exaltar méritos propios, sino que, aun sabiendo que el pueblo la derribaría en el futuro, la erigió por la simple razón de que el pueblo lo odiaba, como señal de superioridad ante los demás.

Una prueba más de la exhibición ostentosa de Somoza se ve plasmada en el epigrama cuarenta y dos, en el que presenta un escenario que pareciese bélico, con cañonazos y aviones de guerra. Al despertar, cualquiera auguraría un combate o “revolución”, como dijo Ernesto, pero ese espectáculo nada tenía que ver con alguna contienda, sino con “el cumpleaños del tirano”, quien orquestaba sus fechorías desde el, aún en funcionamiento, palacio presidencial o “palacio del dictador”, como lo llamó en el epigrama veintisiete.

El mayor crimen que Somoza carga es haberse manchado las manos con sangre inocente, la sangre de sus propios compatriotas. Un ejemplo de eso se encuentra narrado en el epigrama treinta: “Epitafio para la tumba de Adolfo Báez Bone”, quien fue una de las víctimas mortales de la causa antisomocista. En ese epigrama, Cardenal muestra la injusticia que se cometió en contra de ese hombre, pero asegura que su muerte no quedó como un asesinato impune, al contrario, dijo que:

“Creyeron que te mataban con una orden de ¡fuego!

Creyeron que te enterraban

y lo que hacían era enterrar una semilla”.

Cada muerte a manos de un dictador no es un hecho que pase al olvido, sino una semilla que medra en el corazón de los pueblos y produce frutos de valentía, justicia y paz, que, a su vez, se constituyen en el motor de protestas y rebeliones cívicas en contra de los regímenes tiránicos. Sin lugar a dudas, la crueldad fue uno de los principales calificativos de la dictadura somocista y, en específico, de “Tachito”, como se le llamaba a Anastasio Somoza Debayle, así lo relata Cardenal en el epigrama veintiséis.

Los dictadores se hacen pasar como los salvadores del pueblo al que gobiernan, poniendo en boca de los pobladores palabras que jamás han pronunciado, cuando en realidad los persiguen o hacen oídos sordos a sus necesidades. Esa fue otra táctica que Somoza usó para tener cierta impunidad, como lo demuestra el epigrama cuarenta y uno. Y en ese estado de apropiación, hostigamiento y restricción, los allegados al gobierno (como el que apresó al poeta y sacerdote) ven a su tirano como un todopoderoso por el que el país se mueve y existe. Por ello, es esperanzadora la manera en que finaliza con el epigrama treinta y cuatro, en el que vaticinó la caída de Somoza y, participando en su anhelo, también vislumbró con seguridad de que toda dictadura que se levante, caerá.

Entonces, ¿dónde está el aspecto social en la poesía cardenalicia, especialmente en Epigramas? Lo está en todas partes, es como la levadura que hace crecer y expandirse a la masa sobre la que caiga. Eso hace Cardenal, su mensaje no solo es antisomocista, si únicamente lo catalogáramos de esa forma, mas bien lo estaríamos limitando. Las menciones que hace de Somoza no son una contienda personal entre egos, sino, se constituyen en una voz de protesta que recorre el mundo mediante el papel y las voces que leen dichos poemas. Cardenal levantó su voz mediante el arte, pues era la forma más factible y perdurable para denunciar las maldades llevadas a cabo por la dictadura somocista y, de esa manera, servir de portavoz a aquellos que suplicaban por justicia.

Cuando Ernesto experimentó su periodo de misticismo en el que descubrió su vocación sacerdotal y al irse al monasterio trapense, donde se preparó, el amor a Dios le hizo estar todavía más consciente de lo necesario que es estar al lado del pueblo, sin importar cuán infame sea quien se hace llamar “presidente”, pues su objetivo era estar del lado de los oprimidos y afectados por las acciones descaradas del tirano.

Ernesto Cardenal fue poeta, sacerdote y revolucionario, tres aspectos de su persona que proceden de uno solo y más importante: un humano. El solo hecho de sufrir en carne propia los efectos devastadores de los actos malvados de un dictador, hizo que se comprometiera por toda su vida a luchar a favor del pueblo y sus causas, decisión que le costó la reprimenda directa del papa Juan Pablo II y la anulación de su ejercicio sacerdotal, su destitución como Ministro de Cultura y la extinción del Ministerio de Cultura mismo -después de la que él llamó: “La Revolución Perdida”- y, también, la persecución por parte de otro gobierno, mismo que no respetó los tres días de duelo que declararon tras su muerte, al intentar profanar su féretro durante los oficios religiosos que se realizaron en su sepelio.

Nicaragua tiene una deuda inmensa con el arte, especialmente con la literatura, en específico la cardenalicia, porque si hay un hombre que merece ser laudado y recordado con pompa y platillo, ese es Ernesto Cardenal. No hay, ni habrá otro hombre que iguale o supere lo que ese poeta logró en vida e incluso después de muerto. Es cierto que es un proscrito, su nombre no se encuentra en los textos utilizados para impartir la asignatura de Lengua y Literatura en la educación básica y media, ni mucho menos se le recuerda en actos ni actividades alusivas a su memoria. Pero queda en manos de quienes amamos la literatura, en especial la nicaragüense, evitar que Cardenal sea un olvidado, sino, que su figura fulja entre los grandes, porque lo es y que se le dé la honra que merece por su lucha a favor Nicaragua y por impulsar en grandes y chicos aquello que Rubén Darío llamó: “la infinita luz del arte”.

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