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El hedor

<strong>El hedor</strong>

Por: Noel Castellón Rocha.

En domingo, mientras deben sonar las campanas matutinas de misa, suelo ir al mercado municipal para comprar las verduras y mis hierbas de la semana, economizando la asignación de reserva y a la vez ahorrándome oliscar las colonias baratas de las guayaberas blancas que, ya santiguadas, inundarán los estrechos callejones de tierra buscando su respectiva sustancia levanta muertos.

Hoy fue algo distinto si, llegando al sector de las carneras me di cuenta que también vino la alcaldesa. Llegó junto a su comitiva de simpatizantes uniformados de azul policía y celeste administrativo, civiles de botas negras mal lustradas y cámaras neones de prensa y televisión.

Los chicheros en su esquina, tocando a la arabesca por ser también octubre. Estarán contratados por lo que resta de la semana, o siendo ya fecha del diez y nueve seguro lo están por el resto del mes. O, quizá y siendo ecuánime de pensamiento, todos ellos han de ser también parte de planilla.

Embobado y lleno de morbo, decido acercame a la muchedumbre también ansiosa. Con un gesto cardo para la música y toma la palabra la honorable alcaldesa de nombre intercambiable, naciendo así el discurso. Nuestra ciudad, linda y prosperada, limpia y bonita, reza sus leyendas para los retratos que se toman de cintura para arriba.

Se anuncia la nueva obra pública, cambiarán el techo sobre las mesas en las que, con hachas y machete, se destazan las reses, gallinas y cabezas de chancho. Asienten todos porque gracias a la jefatura de presidencia de la nación libre habrá techo nuevo de columnas aún más altas. Asienten todos, con aún más fuerza los comerciantes impacientes porque tienen la carne mosqueada y sin partir mientras los clientes se les van, con las bocas cerradas y asintiendo también.

Con el aire opresivo ya sintiéndose, la delegada popular apura en el micrófono una tropelía de consignas y derrama su gracia para que todos le aplaudan. Dispensé dos palmadas sonoras a la vez que atravesé cabizbajo el gentío apretado, exprimiéndose entre ellos los humores ácidos.

¿Por cuántos cientos venderán esos el tiempo y su futuro? En esta ciudad es tufo tras tufo en todos sus distintos sabores. Nada de esto importa de mucho, al menos yo si puedo renunciar, cualquier día de estos deserto y me corto todo el pelo del cuerpo, me enyeso una pierna y ocupo un collarín para pasar desapercibido para cruzar la frontera de arriba.

Veo que los músicos y sus anunciados arrancan hacia el escampado de las fruteras donde a esta hora aún se pueden rescatar del suelo las frutas mallugadas, a lo mejor a inaugurar otra obra que aún no ha empezado, pero así de ajustada es la vida del funcionario público.

Me voy al lado contrario, hacia el sur, a salir al portón de las pescaderas, el camino más largo para hallar la salida, pero el más rápido para salir de este sitio ya más oloroso por el sol que entra por las rendijas del zinc podrido.

Respiro profundo al salir del mercado, finalmente un trago de aire corriente. Y ya un poco aliviado camino hacia la parada de buses frente al parque de la capilla. Aún se escucha la homilía detrás de las enormes puertas cerradas, y sin tiempo a preguntarme por qué estarán así, rápido me golpea el hedor a animal muerto. Lo diviso, el perro muerto, cerca del atrio, cunetiado y ausente de cal.

Miro arriba, es el precipicio dando vueltas. Triste animal, Managua.

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1 comentario

  1. Moisés Gutiérrez

    Narración exquisita, inmersivo, final sublime. Me encantó.

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