Noche sin Estela
Por: Fernando Ruiz
Helias estaba solo esa noche, sentado en el techo de la cabaña, el gélido viento golpeó su húmedo rostro. Tenía un fusil de percusión en su mano izquierda y una bolsa con pólvora en la derecha. Colocó la pólvora en el cañón, deslizó la bala y puso el arma en posición contra su cuello. Él no comprendía que ningún mortal puede prometer tiempo. Una corriente de escombros pasó por encima suyo, haciéndolo voltear al cielo. Divisó una enorme cola gélida surcando sobre él. Algo de otro mundo lo estaba viendo.
— ¿Adelantas tu camino al vacío? — resonó en eco por todo el valle.
La voz sobrenatural aceleró sus latidos, sin embargo, no bajó del techo y tampoco se levantó para amenazar con el arma a quién se le dirigía. Observó el cielo intuyendo de donde provenían las palabras.
—Sí, ya no tengo a quién proteger —respondió manteniendo su dedo en el gatillo.
Los fragmentos del astro descendieron al nivel del techo, se acumularon frente a Helias en el aire, formando una silueta femenina de piel traslúcida, matizada con destellos y cabellera cual vestido cubriendo su cuerpo.
— ¿A quién protegías? —preguntó cortés viéndolo curiosa con gélida sonrisa.
— A la mujer que amo —presionó el cuello contra el cañón del fusil y la siguió de reojo, mientras ella barría con la vista sus orificios de bala—. ¿Qué miras?
— Los que están abajo, te hirieron mucho—inclinó la cabeza—. Lo veo en tu cuerpo —siguió la sangre en su rostro—, en tu alma.
— Me la arrebataron —respondió con la voz entrecortada— les di lo que merecían —engrosó la voz apretando los dientes.
— Y ahora crees quedarte solo —se sentó a su lado—, hace mucho todo me parecía vacío, hasta que crucé por sus cielos, todo en este mundo resuena contra eso —la fémina extendió su mano traslúcida hacía las estrellas.
— ¿Contra qué? —giró la vista hacía ella, perdiendo firmeza en la empuñadura.
— La nada —bajó su mano, clavó su mirada en Helias con seriedad— y hace un momento resonaste tanto que pude escucharte allá arriba.
Sin darse cuenta Helias perdió fuerza en las manos, exhaló con tal desahogo como si al mismo Sísifo le quitarán la roca. La pistola cayó en sus piernas. La indiferencia que tenía se deshizo, ahora notó sus facciones delicadas, sus profundos ojos cósmicos.
— Nos prometimos envejecer juntos—la observó a los ojos, aunque el cansancio en su mirada no podía ocultarse.
— Aún pueden hacerlo —se acercó a centímetros de él y tocó con gentileza su pecho con su mano izquierda— ya no fuera de ti, pero sí dentro —pasó sus dedos por su cabello bajando hasta su rostro, quitando la sangre que lo manchaba.
Con una sonrisa y los ojos iluminados la fémina lo abrazó, Helias no respondió al gesto, pero se permitió recibirlo, como un mar embravecido que frena su oleaje de inmediato, así se sintió en ese momento.
— Yo —colocó su brazo derecho en su espalda—, ya no quiero hacer esto.
— Resuenas Helias —dijo en voz baja a su oído con tono jovial—, lleva eso contigo y podrás proteger a quiénes ames.
Observó el recorrido del cometa, su rastro se perdía en el cielo, mientras la fémina en sus brazos se volvía intangible. En ese último minuto en que ambos pudieron sentirse ella murmuró.
— Cada cuarenta años pasaré por tus cielos para escucharte resonar de nuevo —al terminar la oración su silueta fue desecha por el viento.
Tras un minuto de introspección decidió bajar del techo con el arma en mano. Tres oficios de bala, uno en el hombro, otro bajo su cuarta costilla y el último en la pierna izquierda, le hicieron tortuosa la tarea. La adrenalina se había ido, el dolor reclamó su sitio. Usó el arma como muleta y avanzó arrastrando la pierna hasta un bulto de tierra, detrás de la cabaña junto a una pala semienterrada por el filo. Sobre éste había una cruz de madera, dos horas antes cavó ese agujero, pudo haber aprovechado ese tiempo para ir al pueblo por un médico, pero no se veía a si mismo abandonarla como un objeto. Helias cayó de rodillas frente a esa cruz, jurando a su amada Estela no rendirse todavía.