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Nerissa y los colores del alma.

Nerissa y los colores del alma.

Por: Giselle Salomon 

El barrio estaba envuelto en ese rumor cotidiano de pasos, voces lejanas y el ladrido de un perro que parecía repetirse cada tarde. Entre esas calles, Nerissa caminaba sin rumbo, como si buscara en el pavimento alguna señal que le aclarara las dudas que su mente no dejaba de gritarle. El cielo, todavía azul desvaído, comenzaba a llenarse de pinceladas doradas, y las sombras de los techos se alargaban como brazos cansados.

Había días en que los pensamientos oscuros la perseguían como un eco imposible de callar. Caminaba con la respiración apretada, preguntándose en secreto si el suicidio sería la salida. No porque no tuviera razones para quedarse, su familia, sus amigos, su trabajo, incluso ese techo que la cubría cada noche, sino porque la mente, terca, no sabe de razones claras.

De pronto, al girar una esquina, el escenario cambió. Un jardín se extendía frente a ella, sencillo, casi descuidado, pero lleno de flores silvestres que parecían encenderse bajo el cielo que ahora ardía en naranjas, lilas y rojos. Nerissa se quedó quieta, con el corazón todavía temblando, y sacó su celular.

El clic de la cámara rompió el silencio. Una foto. Luego otra. Y otra más.

Con cada disparo, descubría que el mundo, a pesar de todo, también sabía pintarse de colores. No todo era gris. Había pétalos que se inclinaban hacia ella como sonrisas, nubes que se abrían paso como quien anuncia un comienzo.

Ese instante se volvió un refugio. Nerissa empezó a coleccionar atardeceres, flores diminutas, ventanas iluminadas en la penumbra. Cada imagen era una grieta en la oscuridad, una prueba de que la vida no solo dolía: también sabía regalar belleza.

Claro, los pensamientos regresaban. Siempre regresaban, como visitantes indeseados que insistían en tocar la puerta. Pero Nerissa aprendió a no dejarles las llaves. Los recibía de lejos, les susurraba casi en juego:

—Ya no tienen poder aquí.

Y entonces, respiraba.

El parque, el jardín, la calle, cualquier rincón se transformaba en escenario cuando ella levantaba la cámara. Mientras tanto, buscaba ayuda. Entendió que la fortaleza también estaba en aceptar que sola no podía con todo. Su familia, sus amigos, la mano tendida de alguien que escuchaba: todo era parte de la red que la sostenía.

En su galería digital, la vida se desplegaba en miles de tonos. Tardes incendiadas, mañanas suaves como suspiros, flores pequeñas que parecían sostener el universo entero. Igual que en su propia historia: eran los detalles los que la salvaban.

Así siguió Nerissa, entre luces y sombras, entendiendo que su camino no era línea recta, sino montaña rusa. Se prometió mirar siempre hacia arriba, incluso en las caídas. Y el cielo, fiel, nunca le falló: cada día le ofrecía un color distinto, una flor distinta, una razón distinta.

Porque la vida, aunque a veces parezca negra, siempre guarda en algún rincón un estallido de colores para quien se atreve a mirarla de frente.

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