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Caterva

Caterva

Por: Alfredo Ortega.

De hierro abatido por los incandescentes rayos de aquella lejana, más casi palpable estrella bonachona y nutritiva en las horas pioneras de la mañana, pero insoportable en el ombligo del día, estaba construida una de las tantas paradas del transporte urbano colectivo, construcción que hacía de resguardo del Sol para los tantos personajes de la vida cotidiana que les es menester hacer uso de las mismas. De igual forma, estas baratas chozas de perlín galvanizado cumplen el papel de refugio para uno que otro comerciante que decide postrar sus productos y, con suerte, ser visitados por transeúntes deseosos de comprar alguna chuchería que este ofrezca en su repertorio.

Hacía las 8 menos 15 de la mañana de un jueves, el sol emprendía su labor como su monotonía le exige, el sereno viento dejaba de ser tan agradable y convertíase en un aire que, acompañado de los vehementes hilos amarillos brotados por el bonachón gaseoso, empezaba a irritar nimiamente la piel descubierta. 

En una de las muchas paradas de bus repartidas selectivamente a lo largo y ancho de la capital posaba sentada una masa homogénea constituida por 5 sujetos que compartían una botella de licor barato. 3 de ellos no portaban ropa que les cubriera el torso, dejando ver diversos tatuajes de tono verduzco y varias cicatrices. Algunas leves y otras no podían pasar desapercibidas por el asombro que generaban debido al impacto visual y estético. Estos parecían tener pocos momentos de haberse autoproclamado dueños del sitio y habían hecho de los perlines, que juegan como asientos para los pacientes, su cantina personal. Pregonaban contestatariamente al portador en turno de la botella culminara su trago para continuar con el siguiente bebedor, y así sucesivamente.

3 cortas calles separaban la masa de 5 individuos del apartamento de Esteban. Un angosto edificio de 2 pisos situado en el centro de la calle que estaba pintado, en la parte exterior por tonos pasteles; predominaba el tono azul cielo y 2 pañosas ventanas asimétricas que daban a la calle. Una en cada piso laboraba como inhaladores lumínicos. No obstante, la labor de estas se veía interrumpida por gruesas y lóbregas cortinas. El edificio estaba dividido en 2 habitaciones: una de ellas, en el primer piso, destinada a Esteban y su madre, y la otra se alquilaba a un hombre caucásico de mediana edad que impartía cursos de álgebra a estudiantes de secundaria. 

Esteban era un estudiante de ingeniería industrial que cursaba su último semestre. De estatura media, tez morena y su cabello lleno de rulos irregulares. En cuanto a su complexión física: larguirucho y delgado. Como todos los días de semana, Esteban debía dirigirse a la empresa textil que le había facilitado sus prácticas laborales. Su trabajo no era más que digitalizar informes y estados de cuenta antiguos.

—Bueno, jefa— Dijo a su progenitora luego de haber desayunado y disponíase a irse. —Ya me voy, se me hizo tarde. Ayer tuve que desvelarme para terminar unos pendientes y se me hizo imposible levantarme temprano como siempre— continuó. Su madre parecía escuchar, más no atender las peroratas de Esteban. Se encontraba ensimismada en su periódico y poca importancia les daba a las explicaciones de su hijo.

—Deberías de ser más responsable con tus cosas, hijo— protestó sin quitar la mirada del periódico grisáceo que sus manos, llenas de migajas de pan y salpicaduras de café del desayuno, sostenían.

Esteban no se vio afectado por las contestaciones toscas y escuetas de su madre, pues ya estaba acostumbrado a este trato. Se levantó del comedor, tomó su mochila y se dirigió al zaguán. Abrió la puerta de madera y desenllavó el candado que protegía el portón metálico de la salida. Seguido de esto salió del edificio, cerró la puerta de madera, privando al interior de la poca luz del Sol que había entrado al abrirla. Bloqueó el candado y el sonido chillante del mismo, característico del choque de piezas de hierro oxidado y con gran necesidad de mantenimiento, dio inicio a la caminata de Esteban hacia la parada de buses. 

La corta excursión transcurrió sin ninguna diferencia en comparación a los días pasados.

Esteban, al pasar por el arco de la construcción metálica divisó inmediatamente a 5 individuos sentados en el extremo contrario de la entrada. Aquello no le alarmó en lo mínimo, pues dicho retrato no era más que una pieza repetida un sinnúmero de veces en los paisajes de la vida urbana. Sentóse en la banca y decidió no prestarle atención al irrelevante grupo. 

Transcurrieron algunos minutos de aguardo, más ninguna de las gigantes unidades de transporte asestaba al número de ruta que a Esteban le obligaba esperar. El muchacho no se impacientaba y decidió, instintivamente, jugar con sus dedos tronándoles en orden ascendente de izquierda a derecha.

—Mirá que rico eso que viene ahí— Dijolé, en un estilo que mostraba fácilmente la libido de este, uno de los muchachos sin camisa a otra pieza de esta masa uniforme. Dicha pieza a la que se había dirigido era otro joven no mayor de 16 años e iba vestido con una camiseta blanca sin diseño alguno y portaba unos vaqueros grises que, por su desgaste, evidenciaba las mil y una veces que habían sido lavados.

—Sí, hombre, clase jeva. Le doy hasta para llevar— replicó automáticamente el hombrecillo, enfatizando la última frase con un tono lírico.

Esteban, al escuchar las grotescas e ignominiosas frases, maquinalmente buscó a la fémina que le iban dirigidos tan malsonantes y comunes comentarios. Y, afirmativamente, dio con el paradero de la víctima de esta masa asquerosa.

Una jovencilla de estatura baja y complexión robusta entraba en la parada, reclinándose en uno de los pilares metálicos que sostenían, a duras penas, el techado de la choza. Aparentaba 20 años y, por su uniforme se deducía fácilmente que se dirigía a realizar sus turnos en algún hospital de la capital. Su vestimenta de enfermera estaba en perfecta sintonía con el blanco del marco de sus lentes en conjunto con sus pendientes en forma de pequeñas perlas.

—Uy, mirála, se está haciendo la difícil esta enfermerita— comentó el de los vaqueros grises luego de haber reconocido en el rostro de la joven un leve gesto de desaprobación a su conducta.

—Seguro no se la culeó bien el jaño que tiene y la dejaron arrecha— continuó. En esta ingeniosa frase aumentó el volumen de su voz, con la intención de ser escuchado por todos los presentes y así, defender su presunta hombría ante la negativa de la joven.

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