Patria de fuego y agua.

Por: José Aleman
En la hondura del istmo se alza la patria,
trazada no por manos sino por cataclismos,
una tierra donde los volcanes
vigilan como centinelas de piedra,
con gargantas encendidas que hablan
en lenguas antiguas,
y el humo se enrosca como oración oscura
hacia un cielo inabarcable.
Los lagos, vastos espejos inmóviles,
se extienden con la calma de bestias dormidas,
aguas que ocultan mitologías,
donde el fulgor del sol
se rompe en mil fragmentos de oro líquido.
Ahí, las islas flotan como reliquias dispersas,
y los remos hienden la superficie
como cuchillas sobre la piel del tiempo.
La patria respira en esa conjunción,
en la violencia y la ternura de su geografía,
en la promesa del maíz que germina
entre cenizas y lluvias,
en el rumor de las cigarras
que acompaña las tardes infinitas.
Nicaragua:
un nombre que resuena como eco de trueno,
un suelo donde la belleza no se adorna,
sino que se impone,
donde el hombre camina sabiendo
que la tierra misma lo recuerda y lo juzga.

