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Enterrado en la montaña de diamante

Enterrado en la montaña de diamante

Por: Fernando Calderón

1

En el este de Santa Helena se alza una cordillera de macabras montañas y laderas, espesos bosques que existieron antes de los primeros nativos Nicaraos. Recuerdo la primera vez que visité aquella casa de madera y ladrillo rojo en el medio de la nada, cuando era tan solo un niño que cazaba monstruos invisibles con su espada de madera, no pensé que los años me traerían de regreso a la cuna de mi familia. Mi abuelo había muerto, dejando a mi nombre los terrenos a las afueras de Santa Helena. Dejo este escrito como un testimonio de lo que viví aquellos días en la montaña de diamante.

Estaba en Managua cuando recibí la noticia del deceso de mi abuelo. Salía de un turno de veinte horas en el hospital, esa noche me tocó curar la pierna necrótica de un paciente diabético que no llegaba ni a sus treinta y ya estaba destinado a una muerte lenta y agobiante. A desgracia de todos, mi labor como doctor me forzaba a mantenerlo en un estado constante de sufrimiento, todo mientras la infección de su pierna carcomía la carne y el interior del hueso. El olor era indescriptible, pútrido, nauseabundo y penetrante; la peste se esparcía por toda la tercera planta del hospital, se pegaba en las sábanas y la ropa. Nadie quería ayudar al chico, resultó ser demasiado hasta para algunos de los veteranos. Las enfermeras y mis colegas en turno me convencieron de atender al chico, todo con la promesa de cubrir el resto de mis turnos y comprar mis cigarros por un mes. Acepté la oferta y me compadecí del chico, por horas removí restos de piel muerta, limpié heridas y removí pus de las partes de la pierna que aún no estaban necróticas.  Los gritos eran ensordecedores, y las ganas de vomitar casi me vencieron.

Cuando finalmente vendé la pierna y mi labor de la noche terminó, él me dio una cálida despedida —Gracias, doctor, usted fue el único que no me hizo mala cara al entrar y me trató bien—.

—De nada, fue un placer haberte ayudado— le respondí. Su nombre era Marco, él murió un par de horas después de que lo vi. La infección se había propagado demasiado rápido.

Mi profesión me hacía convivir con la muerte a menudo, pero nunca me terminé de acostumbrar. Salí a fumar al estacionamiento tras recibir la noticia de muerte de Marco, tratando de poner mis ideas en orden y no llorar. Fue ahí donde me encontré con una serie de llamadas perdidas de mi madre. No era común que ella me llamase en días de semana, así que le marqué de inmediato.

—¿Todo bien, mama? — pregunté cuando contestó.

Ella estaba llorando —Hugo…—. Entre sollozos y pausando para tomar aire en cada palabra, me dio la noticia: —Hijo, tu abuelo está muerto. Te necesito aquí. Vení a Santa Helena, por favor—.

El malestar me ganó al escuchar eso, dejé caer mi cigarrillo, me apoyé en el cofre de mi auto y vomité lo poco que tenía en mi estómago.

—¿Hijo, estás bien? —me dijo mi madre al teléfono.

—Sí, voy saliendo ya mismo— le respondí y colgué.

No me importó que fuese de noche, que mi a mi carro le faltara mantenimiento o que mi ropa estuviera cubierta de porquería. Manejé por cuatro horas seguidas, estuve por quedarme dormido tras el volante un par de veces mientras manejaba a lo largo de varios cerros. La radio con baladas rancheras y la ansiedad extrema de volver a mi pueblo tras quince años me mantuvieron bien acompañado. Las cantinas y casas de tabla a las afueras del pueblo fueron lo primero en recibirme. Antes de darme cuenta, estaba entrando en Santa Helena, la ciudad entre las montañas, la cuna de mi familia. Santa Helena era la segunda ciudad más grande del norte de Nicaragua y había crecido exponencialmente en los últimos años gracias a las empresas tabacaleras que habían llegado a explotar los recursos. Casas de varios pisos, camionetas inundando las calles estrechas, almacenes de tabaco a lo largo de la carretera panamericana; ese lugar me resultaba alienígena. Incluso el barrio había cambiado. Aquella venta que antes les atendía borrachos después de medianoche había cerrado; la iglesia esquinera estaba totalmente remodelada, y finalmente habían adoquinado las calles de tierra. Tuve la suerte de recordar el camino a casa de mi madre tras tanto tiempo. Al llegar, me encontré con flota de vehículos nuevos afuera de esta. Supuse que la familia ya estaba reunida.

Marta Verón, mi madre, fue quien me abrió la puerta. Sus ojos estaban hinchados y su cabello canoso recogido en una moña.

—Olés mal— fue lo primero que dijo al verme.

—Salí corriendo en cuanto me dijo lo de mi abuelo, no me dio tiempo de cambiarme— le respondí.

Mi madre me abrazó con una fuerza que no había sentido hace desde que era un niño. —Gracias por venir, mi niño— me dijo mientras lloraba en mi pecho.

—Yo le dije que cuando me necesitara, iba a volver—

Muchos de mis familiares ya estaban ahí, tíos y primos que no había visto en un largo tiempo; a decir verdad, me había olvidado del nombre de varios. Saludé de lejos mientras mi madre me llevaba de la mano hasta el lavandero del patio, me dio una toalla y un par de chinelas de gancho para que me quitara el hedor de encima. Según me contó mi madre, el agua solía irse por varios días gracias a las tabacaleras, así que tuvo que poner una cortina al fondo de la casa para bañarse con agua que recogía en barriles. El agua fría me ayudó a terminar de perder el sueño. Cuando salí, mi madre me tenía listo un aliño de ropa vieja de mi abuelo.

—¿No hay algo más? — le pregunté a mi madre mientras miraba los pantalones desgastados y la camisa de botones.

—No, es que vos también chavalo. No trajiste nada de ropa— mi madre comenzó tiró un par de calcetines y una faja a la cama. —Sos suertero sí, sos de la misma talla que mi papa— me dijo.

—¿Qué fue lo que le pasó al abuelo? — pregunté.

Mi madre se sentó al borde de la cama mientras que yo me vestía y me contó todo. Mi abuelo, Francisco Verón, había muerto de un ataque cardíaco a sus ochenta y siete años. Él sufría de demencia, la cual se había agravado en los últimos meses, al punto de no lograr reconocer a nadie en ciertos días. Tenía un par de meses viviendo con mi madre y mi tía Berta Verón, hermana de mi abuelo. En todo este tiempo ninguno de sus hijos se había dignado a visitarlo, pero no era quién para juzgar, yo había hecho lo mismo. Mi abuelo y yo solíamos ser muy cercanos. Cuando era un niño, me cuidaba todos los días mientras mi madre trabajaba limpiando casas. Le encantaba leer, caminar, tomar café con pan dulce y escuchar los juegos de baseball en la radio. Para haber sido un militar retirado, nunca fue muy estricto y era bastante extrovertido. Mi madre me dijo que estos últimos días su comportamiento se había vuelto más violento, asustadizo, paranoico y que no dejaba de repetir que debía regresar a la montaña.

—¿Quería ir a la finca? — le pregunté a mi madre.

Ella me estaba ayudando a abotonar la camisa. —Sí, pero nadie podía llevarlo. Mejor, nadie debería estar subiendo allá— me dijo.

—Hubiera sido bueno que lo llevaran al menos una última vez— respondí.

—Nada bueno hubiera pasado, yo sé lo que te digo— me dijo mi madre.

Mi madre y yo regresamos a la sala a ver a la familia. A pesar de las miradas burlonas o de disgusto al verme en la ropa de mi abuelo, saludé a cuantos pude. Me senté en un sofá esquinero esperando junto a mi madre; no tenía las ganas o la energía para tratar de socializar con tanta gente. Por varios minutos miré una de las fotografías colgadas en la pared, llenándome de un extraño sentimiento de culpa. Era la fotografía de mi graduación de preescolar, donde estábamos solo mi madre y yo. Desde que tengo memoria, mi niñez fue así. Nunca conocí a mi padre, él había abandonado a mi madre cuando era muy pequeño, ella se las arregló para darme lo necesario y, a pesar de su esfuerzo, yo también me alejé de su lado para irme a estudiar medicina.

No pasó mucho tiempo cuando los últimos miembros de la familia llegaron. El mayor de mis tíos, Claudio Verón, había llegado junto a mi tía Berta, quien llevaba en manos una urna plateada con las cenizas de mi abuelo. Junto con ellos arribó un último invitado. Mi tío Claudio se tomó la molestia de llevar a un notario para leer el testamento de mi abuelo. Tan insensible como pueda parecer, de cierta forma entendí su decisión. La mayoría de los hermanos no tenían una buena relación y este podría ser el único momento en el que todos estuvieran presentes.

Gritos, llanto, amenazas; sin duda había vuelto a casa. Aquella escena me llenó de un mórbido sentimiento de nostalgia. —Dios, esto es como Navidad cuando estaba pequeño— le dije a mi madre, quien parecía irritada con toda la situación.

Como pasaba siempre, mi tío Claudio terminó silenciado a todos a punta de gritos, permitiendo que el notario cumpliese con su trabajo. Los libros y poco dinero que había en la cuenta de banco fueron para mi tía Berta, los relojes antiguos fueron heredados a sus hijos, el cristo de plata fue para mi madre. Nadie esperaba menos, algunos incluso se sorprendieron de siquiera haber recibido algo, menos mi tío Claudio.

—¿Y la finca y los terrenos? — Le preguntó al notario.

El notario se acomodó los lentes y levantó la última página del testamento de mi abuelo, y la leyó en voz alta —Yo, Francisco Alberto Verón Hernández, dejo la casa con todas sus pertenencias y los terrenos de la Montaña de Diamante, a nombre de mi nieto Hugo Karts Verón, con la condición de que estos no sean vendidos a nadie y se mantengan bajo su cuidado— dijo el notario.

No puedo decir si fue el cansancio o la sorpresa, pero mi reacción al escuchar mi nombre fue nula. Por desgracia, mis tíos no tuvieron la decencia de tomarse un momento para digerir la noticia, en segundos el pobre notario y yo los teníamos encima, gritando con toda su fuerza. Una falta de respeto, un error, no te lo mereces… ¿Vos quién puta sos? Escuché de todo en tan poco tiempo. Una marea de rostros enrojecidos oscureció mi vista, el mal olor de los alientos de mis tíos se desbordaba como miasma y comencé a sentir que me iba a desmayar.

Un fuerte estruendo silenció a todos, seguido de un grito: —¡Ya cerotes, apártense del chavalo! — Se trataba de mi tío Claudio, quien había dado sacado una pistola y le había dado un tiro al techo de la casa.

De inmediato, todos acataron la orden, ninguno de mis otros tíos quiso probar quién la tenía más grande, la respuesta era obvia. La única que tuvo algo que decir al respecto fue mi madre —Vos, muy hijueputa, me vas a reparar el techo—

Enfundando la pistola, mi tío se me acercó —Ese terreno te quedó a vos, Hugo, pero sabes bien que lo correcto es que quede para los hijos de mi papa—. Él se paró frente a mí de brazos cruzados —¿Qué vas a hacer? — me dijo.

—No sé…— respondí.

—No me digas esa mierda, ni estés de mariconsito. Hace lo correcto, no aceptes nada y deja que nos encarguemos— me dijo con frunciendo el ceño.

Mi madre finalmente se levantó de su asiento y encaró a su hermano —Claudio, déjame en paz al chavalo, él no tiene que decidir ni verga ahorita—. Mi madre puso su mano en mi hombro —Pensalo bien, no hay nada bueno en esa montaña—

—¡Cerrá las tapas, Marta! — Mi tío Claudio no pudo evitar levantarle la voz a su única hermana. —¡Hugo, ya es un hombrecito, que se agarre las bolas y decida solo! —

Nunca me gustó que le hablaran mal a mi madre. —Sabes, Claudio, mi madre tiene razón. No tengo que hacer ni verga de lo que vos me digas, mucho menos lo que todos crean correcto— le dije antes de levantarme, caminar hasta la mesa donde estaba el notario y firmar los papeles. —Se jodieron, a la otra piensen un poco antes de gritarle a mi mama—.

Me fui de la casa las escrituras en mano, supe por las miradas de odio de mis familiares, que, de quedarme en ese momento, algo terrible me podía pasar. Sincerándome por completo, lo hice todo en un arranque de insolencia, pero era tarde para arrepentirme. Me subí a mi auto y me busqué el primer hotel junto a la carretera que se mirase limpio, le mandé un mensaje a mi madre diciéndole dónde me podía encontrar y dormí hasta la tarde del día siguiente. Sin duda, mi regreso a casa había sido más ruidoso de lo que esperaba. 

2

Al día siguiente, mi madre llegó a mi habitación de hotel con una maleta llena de ropa vieja y tenía que estar listo para el velorio de mi abuelo. Tal parece que las cosas se salieron de control poco después de que yo me fui. Hubo golpes, gritos y policías llamados por el disparo en el techo. Ella no se miraba particularmente feliz por mi comportamiento, expresando varias veces su descontento porque me quedara con aquellos terrenos. Incluso me hizo prometerle que no iba a subir solo a la montaña.

El velorio de mi abuelo se avisó por todas las radios cercanas y en camionetas con parlantes a lo largo del pueblo, un evento en el cual solo esperaba no tener que lidiar con mi familia y sus peleas. La funeraria había sido decorada con gusto exquisito, coronas de flores por todos los pasillos y rodeando el salón principal. Al medio de este, la urna de mi abuelo había sido puesta sobre un pedestal de madera junto a una foto de él.

Familiares lejanos, vecinos y chismosos; todos dándole el pésame a mis familiares y llenando la funeraria. Me la pasé junto a mi madre, quien no dejaba de llorar mientras sostenía con fuerza un rosario. Toda persona que se acercase a saludarla le decía lo mismo —Deja de llorar, tenés que soltar a tu papa y dejarlo descansar—.

A lo que mi madre siempre respondía: —Déjenme sentir y vivir mi dolor, a ustedes que les valga. Él era mi padre y lo voy a llorar lo que haga falta—.

Aún me sentía agotado, y las miradas cargadas de resentimiento de mis familiares no ayudaba. Ver a mi madre llorar era la peor parte, nunca supe cómo reconfortarla, solo sabía quedarme callado y junto a ella. Para suerte de ambos, Doña Ernestina Guzmán, vecina y amiga de mi madre, llegó para mejorar los ánimos del lugar.

—Menos mal viniste— le dijo mi madre a su amiga mientras la abrazaba.

—Perdón, es que me sacaron tarde en la tabacalera— le respondió.

Conocía a doña Ernestina desde que nací, era una mujer robusta, de baja estatura, de un carácter que traía paz y sonrisas, además de ser la mejor roladora de puros en todo el pueblo. Cuando ella me vio, no pudo evitar sorprenderse —¡Qué grande que estas, niño, tenía rato sin verte! — me dijo.

—Yo también me alegro de verla doña Ernestina— le dije, intentando disimular mi mejor sonrisa.

Doña Ernestina puso su mano en mi mejilla —Sos igualito a tu abuelo— me dijo.

—Así me han dicho— respondí.

Mi madre parecía aliviada al tener a su amiga de tantos años ahí, lo suficiente para liberarme de mi puesto. —Hijo, andá buscá algo de comer. Solo te he visto tomar café en todo el día— me dijo.

—No quiero dejarla sola mama— le respondí.

Doña Ernestina me sujetó ambas manos con fuerza —No te preocupes, yo aquí te cuido a esta vieja—.

Le hice caso a mi madre, no tenía los ánimos de protestar, mucho menos de seguir rodeado de tantas personas, así que salí a la calle a fumar. Había perdido el apetito desde que recibí la noticia de mi abuelo, pero gracias al trabajo estaba acostumbrado a subsistir con cafeína, agua y cigarros. Me paré a fumar la acera opuesta a la funeraria, miré a las personas conviviendo como si nada, riendo en la calle, poniéndose al día con las amistades, como si mi abuelo no acabara de fallecer. Debe ser lindo pertenecer a un lugar como este, por desgracia yo nunca me sentí parte de Santa Helena. 

—¿Hugo? — Escuché junto a mí, era una voz delicada que me erizó la piel. Al voltearme sentí una leve presión en el pecho, se trataba de un rostro que había marcado mi juventud. Fátima Guzmán, mi vecina y la única amiga que tuve al crecer. —¿Si te acordás de mí? — me preguntó.

—Claro que me acuerdo, solo que ha pasado mucho tiempo—le dije, dándole un abrazo que se sintió incómodo en el momento. —¿Cómo has estado, Fátima? —

Ella no había cambiado mucho, mantenía su lustroso cabello castaño y esa sonrisa que calentaba el corazón. —Todo bien, feliz de verte, mi más sentido pésame por tu abuelo— me dijo.

—Muchas gracias, no sabes cómo me alegra por fin ver una cara conocida— le dije.

Al ver el cigarrillo entre mis dedos, ella me dio un golpe en el hombro —Fregués, pensé que ahora siendo médico se te iba a quitar el vicio—. Ella sacó de su bolso su caja de cigarrillos y puso uno entre sus labios. —Préstame fuego, pues— me dijo con una sonrisa burlona.

—Hablando de vicio— le dije, mientras le entregaba mi encendedor. Me reí al ver ese despliegue de hipocresía amistosa; después de todo, habíamos empezado a fumar juntos a los catorce años.

—¿Cómo te sentís? Yo sé que vos y tu abuelo eran bastante cercanos — me preguntó.

Era la primera vez que pensaba al respecto, al momento seguía sin procesarlo del todo.  Me sentía vacío, triste y acabado; pero no quería agobiarla con mis problemas. —Ahí la llevo, ha sido una mierda tras otra—

—Me imaginó que lo extrañas, don Fran, era un buen hombre. Tuviste la dicha de tu abuelo no era un viejo asqueroso como otros… — Fátima apartó la mirada. Siempre supe que ella y su madre se apartaron del resto de su familia por problemas con su abuelo, pero nunca supe el detalle. —¿Y tu mami cómo está? — me preguntó cambiando el tema.

—Mal, se la ha pasado llorando y peleando con mis tíos— respondí.

Fátima se sentó en el borde de la acera —Si me imagino que anda mal, se la pasó varios meses cuidando a tu abuelo ahí en su casa— me dijo.

Me senté junto a ella —¿Viste como estaba mi abuelo? — pregunté.

—Por el día pasaba tranquilo, se sentaba en el porche a saludar a la gente. Pero por las noches a veces lo escuchabas gritar y tirar cosas— me dijo Fátima, mientras que el humo se escapaba de entre sus labios. —Tu mami y tu tía se llevaron la peor parte, ninguno de sus hijos lo llegaron a ver—.

Solté una carcajada al escuchar eso —A esos maes les valía verga mi abuelo. Ayer estaban más preocupados por los terrenos de la montaña, que por la muerte de su propio padre— le dije.

—Normal, a la gente solo le importan esas bananadas— Fátima apagó su cigarrillo contra el borde de la acera —¿Sabes a quién le quedaron los terrenos? — me preguntó.

—Por desgracia a mí, ahora tengo que aguantar a mis tíos y sus mierdas— le dije mientras le daba la última calada a la chiva del cigarro.

Miré a Fátima por un segundo, su rostro era de preocupación pura. —¿A vos te quedó la montaña de los gritos? —  me preguntó.

—¿Gritos? Pensé que se llamaba la Montaña de Diamante—

—Normal que no sepas, llevas rato sin venir. A ese lugar los borrachitos llevan años diciéndole la montaña de los gritos. Varios dicen que por la noche se escuchan los ruidos de un animal raro y que si caminas solo te asustan— me dijo. El rostro de Fátima era de completa seriedad, en el fondo yo esperaba que ella comenzara a reírse y me dijera que era un chiste.  

—Cuentos de bolo, seguro es algún animal que anda por ahí— le dije, tratando de mantener mi escepticismo.

—Seguro. Pero bueno, cuénteme de la vida en Managua, Doctor Hugo— me dijo Fátima, ayudándome a liberarme por un rato de mis problemas familiares.

El resto de la noche me la pasé junto a Fátima, platicando y fumando en aquella acera. Hablamos de la vida del otro, nuestros logros, desamores y vivencias divertidas. Ella era maestra de primera, aún vivía con su madre y estuvo comprometida, pero su novio la había engañado con un hombre. Yo le conté de mi trabajo, mis pacientes y de mi divorcio. Como en mi juventud, su compañía a lo largo de esos días terminó siendo de las pocas cosas agradables en Santa Helena.

3

A recomendación de mi madre, no me presenté en el entierro de las cenizas de mi abuelo a la mañana siguiente. En ese punto era un secreto a voces que un par de primos estaban esperando el momento perfecto para ajustar cuentas conmigo; lo mejor era que yo tomase mi distancia. Si bien estaba harto de toda la situación, no poder asistir, solo me hizo pensar más en mi abuelo, todas las cosas por las que pasó estos últimos meses y la fijación por la montaña que ahora era de mi propiedad. Mis dudas se incrementaron cuando terminé leyendo detenidamente los documentos que me había dado el notario, entre ellos estaban las escrituras de los terrenos y una lista de reglas.

·                    No cruzar el muro de piedra tras la casa.

·                    No prestar atención a los ruidos en la noche.

·                    No mirar directamente al gato.

·                    Ponerle candado a todas las puertas de la casa antes de las 6.

·                    No salir de noche.

·                    Nadie está pidiendo ayuda, ignóralo.

Le mostré la lista a Fátima la mañana siguiente mientras desayunábamos en un café. Al inicio pensamos que era un resultado de la demencia de mi abuelo, pero la curiosidad nos terminó ganando. Ella me convenció de visitar el lugar que estaba causándome tantos problemas. La esperanza era encontrar algún indicio de por qué mi abuelo me dejó tal carga. Yo no tenía muchos recuerdos de aquel lugar, solo visité la montaña una vez cuando era un niño. Recordaba ir de la mano de mi madre hacia una casa de ladrillo rojo, con una puerta de madera y metal. 

La montaña de diamante estaba a unos veinte minutos de Santa Helena, en una carretera que cruzaba junto a varias laderas y lejos con pocos rastros de civilización. Desde el pie de la montaña se alzaba un frondoso mar verde, árboles de todo tipo, tan altos que lograban oscurecer varias partes del único camino de tierra que llevaba hasta la casa de mi abuelo. Fue un milagro que mi carrito lograse subir aquella cuesta estrecha llena de piedras sueltas y baches.

—Ya era hora— me dijo Fátima cuando vio la casa al final del camino.

En todo el camino no observé una sola cerca, algo bastante comprensible, pues no había vecinos dispuestos a robar terrenos. La casa se miraba algo deteriorada, la grama alrededor estaba crecida, las paredes de ladrillo cubiertas de musgo y el techo de zinc lleno de óxido. Tal y como de niño, ver aquel lugar a lo lejos me causaba una inexplicable incomodidad. Lo único que me gustaba de estar rodeado de tanta naturaleza era que mis pulmones me agradecieron un poco de aire fresco.

—No cantés victoria todavía— le dije a Fátima mientras nos bajamos del carro.

Junto con las escrituras me dieron un manojo de llaves, las cuales no tardé en probar una por una en la puerta principal. Las bisagras viejas hicieron eco a lo largo del pasillo. Aquella casa parecía más una bodega que un hogar, era un largo galerón con varias habitaciones a cada lado y al final una ominosa puerta bien pulida y de color chocolate.  

Fátima me dio un golpe en el hombro mientras sonreía. —Bueno, a arreglar— me dijo, entrando a la casa como si nada. (Interacciones)

Lo primero que hicimos fue abrir todas las puertas y ventanas de madera, iluminando la casa. Todo el lugar estaba cubierto de polvo, y tela de araña. Para nuestra sorpresa, la mayor parte de la casa se miraba relativamente en orden. La cocina, las habitaciones y la bodega se miraban bien organizados; incluso la letrina de afuera tenía papel higiénico. El único desastre lo encontramos tras la puerta color chocolate, en la oficina de mi abuelo. Era la primera vez que entraba a ese lugar, estaba repleto de libreros llenos y cubiertos de polvo, papeles tirados en todo el suelo, varias fotos y medallas de mi abuelo colgadas en la pared junto a una escopeta y un rifle.

—Verga, aquí si vamos a tener trabajo— me dijo Fátima al ver la oficina.

—Voy a buscar la escoba en la bodega— le dije. Al darme la vuelta, vi una cola blanca cruzando por una de las puertas. —Debe ser el famoso gato— dije sin darle mucha importancia.

Nos pusimos manos a la obra, barrimos toda la casa, cambiamos la ropa de cama de todas las habitaciones. Fátima sacó un par de serpientes pequeñas que encontramos y levantamos todos los papeles de la oficina. Nos tardamos varias horas, entre las cuales no dejamos de conversar, tomando pequeños descansos para fumar y comer. Pasar ese tiempo junto a Fátima me hizo recordar una juventud que no parecía tan mala.

Estaba terminando de arreglar el escritorio de mi abuelo cuando escuché un fuerte golpe frente a mí. Fátima se había encontrado un enorme baúl en el gabinete inferior de uno de los libreros. —Perdón, esta mierda está pesada— me dijo mientras lo arrastraba.

—¿Se rompió? —le pregunté, sentado en una silla de madera tras el escritorio.

—No, está bien, solo que tiene un candado— me dijo tras inspeccionarlo.

—Agarrá— le dije antes de tirarle el manojo de llaves. —Quizá una de esas te sirve—

A la vez que Fátima revisaba el baúl, yo comencé a hurgar en el cajón superior del escritorio. Quité un par de los papeles de encima, todo para encontrarme con varios cigarros viejos, una libreta y una pistola. Ni siquiera traté de mover el arma, siempre me dieron miedo y no sabía si estaba cargada, así que solo tomé la libreta. Le di una ojeada a las páginas, encontrándome con varios dibujos y anotaciones de mi abuelo. Parecía un diario, lleno de frases ilegibles y fechas que no cuadraban. Entre los garabatos logré leer varias frases que me resultaron extrañas.

Hoy estuvo más callado, debió comer.

Lo volví a ver, sacó la cabeza del túnel, me miró con sus ojos amarillos, está más grande. Me reconoce, sabe que sigo aquí.

Sigue enterrado.

Me sigue mostrando cosas, no va a jugar conmigo.

—Ninguna llave sirvió—. Fátima se sentó en el escritorio y me tiró las llaves. —¿Qué estás leyendo? —Me preguntó.

—Creo que es un diario de mi abuelo, pero mucho de esto no tiene sentido— le dije mientras le daba el cuaderno.

Todo me pareció extraño y retorcido, pero era de esperarse de un hombre que batallaba con demencia. Quise ver qué había en el cajón inferior del escritorio, pero también tenía puesto un candado. Traté de usar todas las llaves, pero ninguna le quedó.

—Quizá estaba escribiendo sobre el gato— me dijo Fátima dejando el cuaderno sobre la mesa.

—Sí, seguro— respondí mientras me levantaba del asiento. —Ya deberíamos irnos, se va a poner oscuro—.

—La verdad, ando cansada, bien nos podemos quedar aquí por hoy— me dijo Fátima.

—No sé, tu mama te va a estar esperando— le dije, como aún fuéramos aquellos niños.

Ese mismo pensamiento fue lo que la hizo reír —A mi mama que le importa donde me quedo. Además, hay suficientes camas aquí como para un batallón— me dijo, regalándome una enorme sonrisa.

No pude decirle que no, menos cuando me miraba con esos ojos cafés. —Dale pues, pero no voy a acompañarte a la letrina a media noche— le dije.

No había electricidad en la casa, la única forma de tener algo de luz por la noche era colgando lámparas de gas en el pasillo principal y con focos viejos que nos encontramos en la bodega. La oscuridad ya había tomado la montaña y me encerré en el cuarto principal, dejé mi billetera y celular sobre la mesa de noche junto al cristo de plata, estaba por vaciar mi otro bolsillo cuando escuché que alguien tocaba a mi puerta.

—¿Hugo? —Escuché tras la puerta.

Al abrir, me encontré a Fátima; parecía nerviosa. —¿Todo bien? — le pregunté.

Se apoyó en el marco de la puerta con la mirada agachada —Sí, es que te quería preguntar algo—. Ni bien me terminó de decir eso, escuchamos una puerta cerrarse con fuerza en el pasillo.

—¿Dejaste una ventana abierta? —pregunté mientras salía de la habitación.

—No, todas están cerradas—

El pasillo estaba iluminado por la leve llama de una lámpara que colgaba del techo, sentado de espaldas tras la puerta de la oficina y dándonos la espalda estaba el gato. Con un pelaje totalmente blanco, orejas cortas y una cola que se movía de lado a lado. Nos quedamos viéndolo por un momento. Fátima se acercó un poco y se puso en cuclillas, trató de llamar su atención chasqueando los dedos, pero el gato ni se inmutó.

—No creo que sea buena idea llamarlo— le dije a Fátima.

—¿Por qué? Es un gatito— me dijo antes de que la puerta de la oficina se cerrara de golpe.

—Esto no me gusta— musité antes de intentar entrar a la habitación, solo para que la puerta se cerrase y me golpeara en la frente. Caí de espaldas al suelo, bastante aturdido.

Fátima me ayudó a ponerme en pie —¿Hugo, estás bien? Estás sangrando—

Todas las puertas del galerón comenzaron a azotarse una y otra vez con increíble fuerza. La madera comenzó a chillar como si se astillase. De la nada un horrendo grito gutural hizo eco en toda la montaña. Un maullido le siguió al final del pasillo. Fátima y yo volteamos y presenciamos como al gato que finalmente se había dado la vuelta, mostrándonos unas cuencas totalmente amarillas que iluminaban las sombras a su alrededor. La puerta de la oficina acompañó a las demás, estampándose una y otra vez. A cada golpe, el gato se deformaba, se hacía más grande, sus extremidades se alargaban, su carne se despedazaba, sus huesos rompiéndose y volviéndose a acomodar. En segundos, una aberración bípeda se paraba tras la puerta, con las vísceras colgando de su abromen abierto, escurriendo sangre por todo su cuerpo y jadeando.

Con miedo corriendo por cada centímetro de mi cuerpo, tomé a Fátima de brazo y corrí hacia la puerta principal.  Escuché cómo aquella cosa se arrastraba a toda velocidad tras nosotros, emitiendo un chillido asqueroso. Salimos de la casa en total horror, corriendo por la hierba alta hacia mi auto.

—¡Abrí rápido esta mierda! —me gritó Fátima.

Mis manos temblaban al intentar encajar la llave en la puerta del carro, mi corazón latía con demasiada fuerza y mi mente era una tormenta desastrosa de ideas. Ahí que escuchamos un sollozo llamando por nosotros desde la entrada de la casa.

—Hugo… Fátima… — ambos volteamos a ver, aquella cosa estaba parada en la puerta de la cada, con sus grotescas garras clavadas en el marco de la puerta.

Del abdomen del monstruo, las vísceras comenzaron a caer al suelo, salpicando porquería por todos lados. Aquella cabeza de gato deforme nos miró fijamente cuando una serie de risas macabras se escucharon. Dos pares de manos emergieron del interior de la cavidad abdominal del monstruo, apartando la carne y mostrando lo que solo se puede describir como un vació infinito de oscuridad. Los rostros de dos ancianos se asomaron del interior de la bestia malformada, logré reconocer a uno, se trataba de mi abuelo. Ambos nos hablaron, en una voz profunda y raposa. “Me abandonaste, Hugo” y “No digas nada, Fátima” fueron lo que dijeron antes de comenzar a reírse desquiciadamente.

Fátima estaba tratando jalando la manecilla de la puerta con desesperación. —¡Hugo, abrí la puta puerta! —me gritó.

Logré controlar mi mano temblorosa, abrí la puerta y, ni bien entramos, traté de encender el carro, pero el motor no respondía. —¡No me hagas esto, pedazo de mierda! — le grité a mi carro.

Una vez más, el rugido se escuchó, resonando entre los árboles y haciendo temblar los vidrios de mi carro. Un enorme brillo azul comenzó a emanar detrás de la casa, iluminando el lugar por varios segundos. Cuando el carro finalmente encendió, arranqué a toda velocidad, levantando una nube de polvo, tratando no mirar por el retrovisor mientras bajaba por el camino de tierra.

4

Conduje montaña abajo tan rápido como me fue posible, raspando la carrocería del auto contra la tierra y golpeando los amortiguadores sin cuidado. Pude escuchar los sollozos de Fátima, quien no dejó de llorar en todo el trayecto. No fue hasta que miramos el final del camino y la carretera iluminada por las luces del auto que sentimos algo de alivio. Por un par de minutos me sentí un conductor habilidoso, pero el engañoso camino terminó cobrándome factura.  La velocidad me impidió esquivar a una pequeña cabra que cruzaba el sendero. El animal golpeó el cofre del auto, rompió el parabrisas y manchó de sangre todas partes.

Logré frenar en seco una las llantas tocaron el pavimento —Carajo…— Fue lo único que salió de mi boca.

—¿Qué te pasa? Hay que irnos— me dijo Fátima al verme salir del auto.

Traté de respirar, sentía que todo daba vueltas, una fuerte presión en el pecho y que mi visión estaba borrosa. —Esto no está pasando, es un mal sueño —me dije a mí mismo mientras caminaba alrededor del carro.

Fátima salió del auto y corrió a mi lado —Hugo, tenemos que irnos de aquí— me dijo.

Incluso a pie de la montaña, aquel rugido seguía escuchándose, recorría el bosque y hacía eco en la copa de los árboles. —¿Qué fue eso? — pregunté.

—No sé, y no quiero saber. Además, te está sangrando la cabeza, tenemos que llevarte al hospital— me dijo Fátima.

—Mi mama tiene que saber algo, tenemos que ir con ella —le dije a Fátima antes de regresar al carro.

Mis ideas eran un completo caos, no podía pensar claramente, y por más que Fátima me dijera otra cosa, conduje directo a casa de mi madre. En el momento no podía pensar en más que conseguir alguna respuesta. Los oídos me zumbaban, tenía algo de náuseas, tuve suerte de no chocar por una segunda vez y llegar hasta la puerta de mi madre.

—¡Ya va! —gritó antes de abrir.

—¿Qué mierda hay en aquella montaña? — pregunté en cuanto ella abrió la puerta.

La expresión de preocupación fue inmediata. —¿Qué puta te pasó, hijo? — me preguntó mientras tocaba mi rostro y manchaba sus manos con mi sangre.

Fátima estaba molesta conmigo por actuar de manera tan obstinada. —Le dije que había que ir al hospital, pero no me hizo caso— le dijo a mi madre.

Ambas me ayudaron a caminar y me sentaron en el sofá de la sala. —No me digas que uno de tus tíos te hizo eso, porque juro por Dios que los mato— me dijo mi madre mientras la escuchaba mover cosas en el baño.

—No, una puerta me golpeó en la casa de mi abuelo— le respondí.

—¿Y qué puta estabas haciendo ahí arriba? Te dije que no subieras a esa casa— mi madre llegó a la sala con varios paquetes de gazas y alcohol. —No me digas que vos le dijiste que fueran— le dijo a Fátima con una mirada cargada de enojo.

—Yo le dije que me acompañara, no se moleste con ella— le dije a mi madre.

Fátima se miraba bastante preocupada por mí, todo el camino se la pasó tratando de convencerme de buscar ayuda médica. —Ya no estás sangrando, pero esa cortada está fea— me dijo mientras agarraba una de las gazas.

—Sin alcohol, solución salina o agua purificada para limpiar la herida— les dije mientras dejaba que me atendieran. —Mama, necesito saber qué hay en esa montaña— le dije.

Ella no dejó de limpiarme la sangre seca del rostro. —No sé nada— me dijo con increíble seriedad.

—Usted vivió ahí, sabe de los gritos, las puertas, la luz azul— le dije.

—No quiero hablar del tema, deja de joder que te estoy curando— me respondió.

—Hugo, no presiones a tu mami— me dijo Fátima.

Le quité a mi madre la gaza de la mano —Yo puedo, siéntese—. La miré directamente a los ojos —¿Qué es lo que hay en aquella montaña? — le dije.

—No sé— respondió.

—No me mienta, no me dijo que fuera por algo. Ahora necesito saber qué fue lo que vi— le dije, tratando de mantenerme lo más calmado posible. 

—¡No, no sé, nadie sabe! — me gritó, en segundos parecía estar en pánico. — ¿Vos pensás que mi mamita se divorció de tu abuelo solo porque sí? Fue para sacarnos de esa montaña. Todas las noches escuchar ese grito, encerrados en los cuartos desde las cinco, pasar con miedo por años, mientras que tu abuelo nos obligaba a quedarnos ahí—. Mi madre comenzó a llorar, estaba temblando de pies a cabeza. —Pasé siete años de mi vida viviendo ahí, hasta que ya no pudimos más y mi mamita nos trajo al pueblo. ¿Crees que a tu abuelo le importó su familia? Le valió verga y siguió ahí metido en la montaña. Por eso mismo quedó loco— me dijo.

Traté de tocar su mano, pero ella la apartó. —Mama, necesito saber qué fue lo que vimos— le dije.

—Ya te dije, no sé—

Fátima me tocó el hombro —No presiones a tu mama— me dijo.

La última vez que la vi así, fue el día en que me marché a la universidad para nunca volver, ese dolor, esa angustia. —Perdón, mama, por todo— le dije antes de ponerme en pie y caminar hacia la puerta.

—No sé qué fue lo que vieron, todos mis hermanos y yo miramos cosas diferentes creciendo ahí. Un caballo negro, perros corriendo fuera de la casa, aquel gato blanco. Hugo, no regresen a aquella casa— me dijo mi madre mientras me miraba salir.

—No va a pasar, mama, mañana me voy de regreso a Managua— le dije.

—Permiso, señora— le dijo Fátima antes de salir corriendo tras de mí.

Estaba por subirme a mi carro cuando Fátima me empujó y cerró la puerta. —¿A dónde, puta crees que vas? —me preguntó.

—Me voy a un hotel— le respondí.

Ella me arrebató las llaves de la mano —Estás quedando loco si creés que te voy a permitir manejar así. Te vas a quedar en mi casa— me dijo mientras me agarraba de la mano.

—No, solo quiero irme y olvidar todo esto— le dije. Estaba demasiado alterado, no podía dejar de temblar, incluso tartamudeé varias veces.

Fátima puso sus manos en mis mejillas y me obligó a verla directo a los ojos, noté la obvia preocupación en su mirada. —Hoy te quedas aquí, lo único que vas a conseguir así es volver a chocar— me dijo.

No refuté más, estaba demasiado cansado para tratar de batallar una causa perdida, no podía decirle que no a ella. Los padres de Fátima estaban dormidos cuando entramos; era una suerte que fueran nuestros vecinos. Fátima me dio una camisa vieja de su padre y una pastilla que no me tomé el tiempo para saber qué era, solo recuerdo caer tendido en su cama y perder la conciencia.

5

Era casi medio día cuando me desperté, estaba totalmente solo, sudado y la cabeza me daba vueltas. Había sido una madrugada un tanto infernal, despertaba agitado y gritando; pero en cada momento podía sentir unos brazos abrazándome y devolviéndome la calma. Me senté al borde de la cama de Fátima, y observé su habitación por un rato, seguía tal y como la recordaba. El ropero de madera con calcomanías pegadas por todas partes, el espejo blanco tras la puerta, la ropa tirada por el suelo. Entre tantas cosas noté un pedazo de papel con mi nombre escrito en la mesa de noche junto a la cama, en este estaba escrito:

Te espero en la montaña

ATT: Fátima

Sentí una enorme presión en el pecho tras leer eso, mis manos comenzaron a sudar y mi. Salté de la cama, me puse los zapatos y salí de esa casa sin siquiera saludar al padre de Fátima que estaba viendo televisión en la sala. La idea de que Fátima estuviese ahí arriba sola después de todo lo que vimos anoche me causó una ansiedad terrible. Una vez más subí el estrecho sendero, esperando no encontrarme con una fatalidad. Miles de escenarios volaron por mi cabeza, uno más siniestro que el anterior. Cuando finalmente llegué, me encontré con Fátima escuchando música en el porche de la casa. Había subido en la moto de su padre, incluso le dio tiempo de ir a comprar pan y llevarlo en una canasta de mimbre.

—¿Cómo amaneciste? —preguntó cuando me bajé del carro.

—¿Por qué, hijueputa regresaste aquí? — le pregunté.

—Sabía que era la única forma de hacerte subir— me respondió.

Estaba totalmente atónito por la completa y total audacia de esa mujer; mi enojo era más que obvio. —Mae, ¿todo bien con vos? — le dije mientras me restregaba los ojos con las palmas. Las acciones de Fátima no cabían en mi cabeza en ese momento.

—Mirá, yo sé que vos querés irte y dejar todo esto atrás. Pero tu abuelo te dejó este lugar por un motivo, no podés seguir corriendo cada vez que algo comienza a ser demasiado para vos, no es justo— me dijo Fátima.

—¿Justo? ¡Nada de esto es justo! — grité mientras caminaba de un lado para otro en el porche de la casa.

Fátima me tomó del brazo con fuerza y me encaró —Respirá, que nada vas a conseguir así—. Me entregó la canasta de mimbre, sobre ella había un cambio de ropa limpia.

No pude quitar la mirada de aquellos hermosos ojos café, por más que mi instinto me dijese que seguir ahí era una mala idea. —No es así de fácil, esto puede ser peligroso— le dije.

—Mirá, lo que vimos ayer fue una mierda horrible. ¿Y qué? ¿Vas a correr de nuevo? Has pasado toda tu vida corriendo. ¿Has pensado que tu abuelo te dejó este lugar por algo? No fue a sus hijos, fue a vos, la única persona con la que tuvo una conexión fuera de esta maldita montaña— me dijo.

Fátima tenía razón, seguía intentando escapar de mi vida aquí. Había corrido a Managua cuando no quise seguir viendo a mi madre sufrir por su trabajo, me alejé de mi abuelo cuando encontré en él al padre de que nunca tuve. Dejé a Fátima cuando éramos tan solo unos adolescentes estúpidos que se comenzaron a enamorar, y quería hacer lo mismo ahora que ese sentimiento resurgió.

Una vez más había sido víctima de no poder llevarle la contraria, era simplemente imposible negar que ella estaba en lo correcto. —Tenés razón— le dije agarrando la canasta.

—Yo sé, siempre la tengo— me dijo antes de darme un beso. —Andá báñate, recogí agua, hace rato—.

Ella llevaba horas ahí esperando. Había recogido agua del pozo, abierto la casa y revisado por sí. No encontró nada, ni una sola mancha o señal de la abominación que vimos por la noche, lo cual fue un ligero alivio. Me bañé y vestí, pero por desgracia subestimé la curiosidad de aquella mujer. Me encontré a Fátima en la oficina de mi abuelo, había roto el candado del segundo cajón del escritorio, encontrando aún más diarios viejos de mi abuelo.

—¿Qué estás haciendo? —Le pregunté mientras me comía uno de los panes que me trajo.

—¿Qué tanto sabes de tu abuelo en el ejército? — Me preguntó mientras leía uno de los diarios.

—No mucho, él era profesor antes de meterse al ejército. Sé que fue capitán y que anduvo cazando guerrilleros en la montaña. No le gustaba hablarme de esas cosas— le dije mientras arrastraba una de las sillas junto a la suya. 

Ella me entregó el diario que estaba leyendo. —Pues parece que no solo andaba cazando guerrilleros — me dijo.

A ese punto, los diarios de mi abuelo habían sido una serie de pensamientos vagos, ideas sin sentido que había escrito durante su declive mental o eso pensaba yo. Fátima se había tomado la molestia de revisar varios de los diarios de mi abuelo; no en todos había información valiosa, salvo en el más viejo de todos, uno que databa de cuando estaba en la guerra. Por primera vez tuve una pista de lo que mi abuelo había pasado en esa montaña.

Hoy perdí a dos de mis hombres. Anoche le dimos caza a un grupo enemigo, llevábamos un par de días siguiéndoles el rastro a lo largo de los cerros. Los encontramos en la noche, alrededor de un fuego, rezando de rodillas alrededor de la lumbre. Estaban desnudos, tenían las manos heridas y no se movieron o dijeron nada por más que los pateamos. Uno de mis hombres me dijo que nos habíamos encontrado con el enemigo haciendo algún tipo de brujería, pero no le hice caso en su momento. Me arrepiento de no hacerlo. Recuerdo el olor, azufre y mierda vieja. Ahí lo vi por primera vez, arrastrándose entre los árboles. Debí darle más importancia cuando pude.

Los enemigos no respondían, traté de no llegar a ese extremo, pero no tuve opción. Los ejecutamos a todos y quemamos los cuerpos. No había tiempo para hacer una tumba. Fue rápido, un disparo de clemencia para cada uno. Por desgracia, el escándalo lo llamó. El grito de terror de Evaricio nos alertó. Estaba masticando uno de los cuerpos quemados de los guerrilleros. Era del tamaño de un perro grande, de piel verde escamosa, tenía la cabeza de una iguana deforme. Le disparamos todo lo que teníamos, pero no sirvió de nada. Uno de los hombres incluso le dejó clavado su rifle con todo y bayoneta en la espalda, pero no le afectó.

Lo seguimos por horas, pero se movía rápido y atacó de regreso. Mató a Gustavo y a Héctor, los destripó en segundos con sus garras. Después fue la luz azul, comenzamos a ver cosas, familiares, personas que matamos en combate, todos diciéndonos que nos suicidemos. Estaba jugando con nuestras mentes. Lo seguimos hasta que se hizo de día, los disparos no lo mataban, pero le dolían. Lo podía escuchar chillar. Lo terminamos acorralando cerca de un cenote, lo rodeamos y le disparamos hasta que cayó. Todos sabíamos que esas cuevas no tenían salida, por eso eran tan peligrosas.

Todos lo vimos salir del agua y meterse a los túneles. Mis hombres estaban asustados, pero todos sabíamos que no podíamos decir nada. Nuestros superiores nos iban a tachar de locos, íbamos a terminar presos o fusilados. Acordamos decir que nuestros compañeros murieron en batalla y que no encontramos sus cuerpos. Pero esa cosa seguía ahí abajo y no podíamos dejarlo sin cuidado, así que jugamos a sacar el palo más pequeño y perdí.

Ahora me toca cuidar lo que está enterrado en la montaña de diamante.

Estaba tratando de procesar todo lo que acababa de leer cuando el sonido de un motor grande se escuchó. Salí de la casa a toda prisa para encontrarme con una enorme camioneta blanca afuera; era mi tío Claudio.

 —Entonces sobrino ¿Ya te pusiste cómodo? — me dijo al bajarse de la camioneta.

—¿Qué se te ofrece Claudio? — le respondí, sabía que no venía por nada bueno.

—Cálmate, que no vengo a buscar pleito. Quería hablar con vos, de hombre a hombre — me dijo.

—Rápido, que no tengo todo el día— le dije, encarándolo.

—Mirá, yo sé que las cosas han estado mal entre vos y yo desde que le grité a tu mama, y me disculpo por eso. Pero vengo a hablar de negocios, uno que sé que te va a interesar—. Él sabía bien cómo captar atención. —Estas tierras no te sirven de nada, vos sos un médico bastante bueno, tu vida es esa. Unos socios míos en las tabacaleras están dispuestos a pagar mucha plata por esta montaña; hace unos meses hicieron unos estudios de agua y suelo. Esta es buena tierra para trabajar. Sos un chavalo inteligente, agarra la plata y regresa a Managua— me dijo.

—Vos también sos inteligente Claudio, lo suficiente como para saber que aquí no hay solo agua y buena tierra— respondí.

Él miró directamente a mi frente herida —Ya me di cuenta de que vos también sabés. Pero eso no es algo de lo que vos tengas que preocuparte, yo me encargo de todo— mi tío se acercó demasiado, podía su asqueroso aliento a cada palabra que me decía. —No tenés que lidiar con esta mierda, mirá mi papa, se murió loco por quedarse aquí. No te hagas lo mismo— me dijo.

—No me imagino que a tus socios les vaya a gustar la sorpresa que se van a llevar con su primera noche trabajando aquí— le dije a mi tío.

—Eso no importa. Para cuando se den cuenta vos y yo ya vamos a tener la plata, y nadie nos va a poder joder—

Lo consideré por un momento, era una salida bastante buena, pero yo había tomado mi decisión. —Tengo una mejor idea—, eso lo hizo sonreír inmediatamente a Claudio. —Vos y tus socios pueden agarrar su plata y metérsela por el culo. Esta tierra era de mi abuelo y no se vende— le dije, borrándole la sonrisa de la cara tan rápido como el golpe que me dio.

 Caí de espalda al suelo, aturdido y sin saber cómo reaccionar. —Intenté por las buenas, ahora me vas a conocer, muy hijueputa—. Mi tío me sujetó por el cuello de la camisa, estaba por volver a golpearme cuando dos disparos hicieron eco entre la copa de los árboles e hizo zumbar mis tímpanos. 

Fátima le estaba apuntando directamente a mi tío con una pistola —Soltalo y apartate— le ordenó.

Mi tío Claudio obedeció y levantó las manos —Suave, que esa mierda que no es un juguete— le dijo a Fátima mientras daba varios pasos hacia atrás.

—¿Alchile? No me digas, hijueputa— le respondió Fátima antes de disparar una vez más directo a la camioneta.

Me levanté del suelo y corrí al lado de Fátima. —¿De dónde agarraste eso? — pregunté mientras me sacudía la tierra de encima.

—Del escritorio ¿sabías que tu abuelo la mantenía cargada? —

Mi tío Claudio no pudo resistir el enojo de su ego lastimado y, el ser amenazado, solo lo hizo explotar. —¡Esto no va a quedarse así, ya van a saber quién es Claudio Verón! — gritó mientras caminaba a su camioneta.

—¡Y a la otra no respondo! — le gritó Fátima con la mira puesta sobre él.

Ambos miramos como la camioneta arrancaba y se alejaba en el camino de tierra. —Gracias— le dije antes de abrazarla.

Ella me dio un beso en la mejilla. —De nada, vení a ver lo que me encontré— me dijo tras regresarme el abrazo.

6

Regresamos a la oficina, revisamos los diarios un par de horas, pero no encontramos nada de provecho. Fátima, por otra parte, rompió el candado de del baúl de mi abuelo, varias facturas, un par de actas de nacimiento, dos pistolas viejas aún cargadas, un rifle de cerrojo y una cantidad absurda de balas.

Nos sentamos en el suelo a sacar con cuidado todas las cosas del baúl, tal parece que era el arsenal privado de mi abuelo. —Mi abuelo tenía suficiente munición como para armar un ejército ¿Deberíamos decirle a la policía? — le dije a Fátima.

—No creo que a tu abuelo le cayeran bien, menos cuando tenés estas cosas en tu casa— Fátima sacó del baúl una granada.

—¡Cuidado con esa mierda! —Le grité mientras gateaba lejos de ella.

Fátima dejó el explosivo donde lo había encontrado. —Seas cochón, si fuera peligroso hubiera explotado hace años— me dijo.

Entre tantas cosas peligrosas, algo llamó mi atención. Al fondo del baúl encontré un bolso de cuero que se miraba un poco deteriorado. Al revisarlo por completo, me encontré con un interior de tela totalmente nuevo, y una carta que tenía mi nombre escrito en cursiva.

—¿Y eso? —Me preguntó Fátima al verme abrir la carta.

Sentí una fuerte presión en el pecho, al abrir la carta. No pude contener mis lágrimas al leer las palabras que mi abuelo había dedicado para mí.

Mi querido Hugo, que este bolso te sirva ahora que te vas en tu camino a ser doctor. Sé que vas en un camino a volverte un gran hombre y que no ha sido fácil, pero es lo correcto. Llega el momento en la vida en que se debe tomar la decisión más dura, por el bien de uno y de los demás. Estoy orgulloso de vos, espero que cuando nos volvamos a encontrar ya seas un gran médico.

Te quiero hijito.

El día que me marché de Santa Helena tenía planeado verme con mi abuelo, pero me fui antes por miedo arrepentirme de mi decisión. Quince años después recibí su regalo y su carta, lo único que pude hacer fue llorar mientras abrazaba aquel bolso de cuero. Mi mente estaba dando mil vueltas. Aquellos recuerdos de mi infancia que pasé a su lado. Caminando por el parque, en mis partidos de baseball, tomando mi primera taza de café.

Fátima intentó consolarme con un abrazo, pero el momento fue interrumpido una vez más por el sonido mecánico de un motor grande. Corrí a la puerta de la casa, pude escucharlos, eran varios y se acercaban bastante rápido. Me asomé por la para ver a una flotilla de camionetas subiendo a toda velocidad por el camino de tierra. No mucho después, un estruendo recorrió el aire, seguido de escombro que saltaba de las paredes, le estaban disparando a la casa. Cerré la puerta de la casa y regresé corriendo a la oficina, ahí Fátima ya estaba metiendo varias armas y balas en el bolso de cuero.

—Tenemos que irnos a la verga de aquí— le dije mientras bajaba la escopeta que estaba colgada sobre la ventana y me ponía la correa al hombro.

Fátima se puso el bolso al hombro y agarró una de las pistolas. —Te sigo— respondió.

Ambos salimos por la ventana que daba con la parte trasera de la casa, nos dimos de la mano y comenzamos a correr. —No mires para atrás y agacha la cabeza— le dije a Fátima.

Nos adentramos en el bosque y corrimos tan rápido como nos fue posible. Podíamos escuchar los gritos de los hombres desde que llegaron a la casa, cómo se acercaban cada vez más. Teníamos una pequeña ventaja, pero no sirvió de nada. A los pocos minutos los disparos comenzaron a zumbar cerca de nosotros, salpicando la tierra y astillando los árboles. Nos movimos en zigzag mientras nos disparaban, la ansiedad calaba el hueso y erizaba cada cabello en mi cuerpo, empeorando solo cuando escuché a Fátima gritar. Una bala le había dado en el antebrazo izquierdo.

Ella dejó caer la pistola, no podía cerrar la mano y comenzó a llorar al ver la sangre escurriendo hacia su mano. —¡Seguí! — le grité.

No podíamos detenernos, estaban demasiado cerca.  Escondido entre los árboles, divisé un pequeño muro de piedra, aquel que no debía cruzarse según las reglas de la propiedad. La noche estaba cerca, podía ver las luces naranjas pintar el bosque; era una oportunidad para salir de esta situación. Saltamos el muro tan rápido como nos fue posible. 

Fátima no dejaba de sangrar, debía de atenderla lo más pronto posible. —Hugo, me duele— me dijo entre lágrimas.

—Ya falta poco— le dije cuando a los lejos pude ver el cenote mencionado en el diario de mi abuelo. 

Aquel era un gigantesco cráter terriblemente profundo que parecía llevar al corazón mismo de la montaña. Nos paramos al borde de este, mientras los gritos se acercaban cada vez más. Hacia abajo pude ver un gran ojo de agua que parecía no tener fondo.

—¿Qué hacemos ahora? — me preguntó Fátima.

La sujeté con fuerza de los hombros —¿Te acordás cuando nos íbamos a bañar al río? — le pregunté.

—¡Hugo, que ni se te ocurra! —me gritó antes lanzarme junto a ella hacia el cenote.

Nuestros cuerpos golpearon el agua fría a gran velocidad, tuve que ayudar a Fátima a llegar hasta la superficie y nadar hasta una pequeña saliente llena de rocas grandes donde vimos las entradas de los túneles. Salimos temblando del agua, intenté recuperar el aliento, pero el brazo de Fátima no dejaba de sangrar. Era urgente tratar su herida cuanto antes. Desde el tope pude escuchar cómo un hombre gritaba: — ¡Esos locos se tiraron! —

Fátima aún seguía tosiendo el agua que tragó cuando la arrastré tras una piedra donde no podían vernos. —Todo está bien, déjame ver esa herida— le dije mientras revisaba su brazo. La bala había entrado y salido del antebrazo, la hemorragia no se detenía y ella ya se miraba bastante pálida. No tenía gazas limpias o equipo estéril, tuve que improvisar un torniquete con una rama seca que encontré y un pedazo de tela que arranqué de mi camisa. —Esto te va a doler— amarré el torniquete, di vueltas a la rama y apreté hasta que la hemorragia se detuvo. Ella no pudo evitar gritar con toda su fuerza, sus alaridos recorrieron los túneles y, por desgracia, alertaron a nuestros perseguidores.

Desde el tope del cráter escuché la distintiva voz de mi tío —¡Traigan la camioneta y los mecates! — Mi corazonada terminó siendo real, él iba a bajar a buscarme. —¡Ya van a ver cuándo los agarre! — nos gritó desde arriba.

No pude evitar antagonizarlo. —¡Te quiero ver, viejo cerote! — sabía bien que la noche estaba por llegar, solo debía jugar más con su ego. —¡¿Te vas a quedar ahí con tus maridos o vas a bajar?! — le quité a Fátima el bolso de cuero y busqué dentro de este. Ahí encontré un revolver viejo, un par de municiones, la granada y la carta que mi abuelo me dejó. Tomé el pedazo de papel mojado y lo mostré por encima de la roca que me cubría. — ¡Aquí tengo las escrituras, vení por ellas, cerote! — le grité, asomando el papel por encima de la roca que me cubría. 

—¿Qué puta estás haciendo? —me preguntó Fátima entre sollozos.

—Confía, vamos a salir de aquí— le dije mientras la ayudaba a ponerse de pie y entrabamos al túnel frente a nosotros.

7

Iluminamos nuestro camino con mi teléfono, tuve la suerte de que sobrevivió el agua, pero a la batería no le quedaba mucho. Aquel lugar era un completo laberinto lleno de callejones sin salida. Si bien Fátima aún respondía bien, estaba bastante pálida y su temperatura estaba bajando. Logramos encontrar una pequeña gruta en una de las paredes, adentró había una cámara con bastante espacio donde nos resguardamos. Nos sentamos contra la pared musgosa y húmeda, a esperar en completa oscuridad.

—¿Y ahora? —me preguntó Fátima

—Esperar, va a anochecer pronto— le dije mientras me quitaba la correa de la escopeta del hombro.

Miré la hora en el teléfono antes de que la batería se acabase, eran las seis de la tarde y mi tío había bajado a la cueva junto a sus hombres. Sus pasos y voces se escuchaban a lo largo de los túneles y se acercaban a nosotros. Como lo esperaba, no fuimos los únicos en escucharlos llegar. El musgo, los hongos e insectos comenzaron a brillar, emitiendo una antinatural luz azul que iluminó toda la cueva. Finalmente, podía ver mis manos frente a mi rostro, esas que mismas que temblaban con frío y nervios.

—Se despertó— le dije a Fátima mientras apuntaba la escopeta hacia la grieta.

Aquel rugido gutural hizo eco en cada centímetro de la cueva, erizando mi piel y acelerando mi corazón. El silencio duró un par de minutos, podía escuchar mis latidos y los de Fátima, la respiración acelerada y las gotas cayendo del techo. El primer disparo se escuchó, seguido del grito desgarrador de un hombre. El caos fue total, alaridos de terror, ráfagas por doquier y los galopes de una monstruosidad que estaba de cacería.

—¿Qué puta está pasando? —me preguntó Fátima. Estaba totalmente aterrada, al igual que yo.

No pasó mucho cuando algo se acercó a gran velocidad. Puse mi dedo en el gatillo, rezando de que nada nos encontrara ahí. Como una mala broma de la suerte, un hombre trató de entrar por la grieta en busca de un escondite, lo puedo recordar perfectamente. Tenía la cabeza rapada, un bigote tupido y una mirada de terror puro. —¡Ayúdenme! —nos gritó mientras intentaba arrastrarse dentro, pero su cuerpo regordete no lo dejó cruzar la grieta. Tan rápido como trató de entrar, fue arrastrado hacia afuera. Instintivamente, tapé la boca de Fátima, evitando que nuestra presencia se revelara. Escuchamos a detalle el sufrimiento de aquel hombre, sus sollozos de dolor, su cuerpo siendo azotado contra las paredes del túnel, sus huesos rompiéndose y los gruñidos de aquella cosa. Fue especialmente difícil mantener la calma cuando una cabeza cercenada rodó por la grieta y chocó contra mis pies. Comencé a hiperventilarme y a temblar, varias lágrimas se deslizaron lentamente por mis mejillas.

En mis pesadillas siempre recordaré la expresión de dolor marcado en aquel rostro, esos tentáculos escurriéndose por la grieta, enredándose en la cabeza y jalándola hacia afuera, seguido de un sonido que solo puedo describir como una piedra partiéndose en pedazos. Desde afuera de la grieta, un brillo amarillo se escapa e iluminaba ligeramente nuestras piernas. Mi estómago estaba revuelto y no podía dejar de llorar. Para nuestra suerte, otros gritos llamaron la atención de aquella cosa; esta se marchó galopando.

Sentimos que podías respirar de nuevo. —¿Qué fue eso?… — susurró Fátima, quien se acostó en posición fetal a llorar.

Apoyé mi cabeza contra el muro y respiré profundo. —No podemos seguir aquí, vamos a irnos mientras esa cosa los persigue— le dije a Fátima. Me puse la escopeta al hombro y ayudé a Fátima a ponerse en pie. —No grités, no importa lo que veas—

Salimos de nuestro escondite, arrastrándonos por debajo de la grieta y revolcándonos en la sangre y restos esparcidos de aquel pobre bastardo. Nos movimos con cuidado por los túneles, soportando un olor asqueroso a azufre y excremento. Los gritos y disparos se detuvieron, y el brillo de azul de las paredes se intensificó.

—Hugo… ¿Qué puta es eso? — Me dijo Fátima mientras señalaba al frente.

De entre las sombras del túnel emergió una abominación repulsiva que me horrorizó profusamente. Cuatro piernas humanas unidas en una masa de carne deforme, dos torsos unidos a la mitad como siameses y las cabezas de dos ancianos. En sus brazos alargados arrastraban lo que parecían sabanas manchadas de sangre. Por más mediocre que fuese la iluminación, logré reconocer que uno de los rostros, era el de mi abuelo. —Me abandonaste, Hugo…— me dijo mientras se reía a carcajadas. Al inicio no pude identificar al otro anciano —Fátima… no le digas a nadie, Fátima— repetía una y otra vez. Fue hasta que este habló que mi mente me trajo un recuerdo. Se trataba del abuelo de Fátima, un hombre que conocí un par de veces cuando era niño.

Fátima tuvo suficiente a ese punto, metió su mano en el bolso, de este sacó una pistola y vació todas las balas contra aquella cosa. No le importó que nuestros tímpanos zumbaran con cada disparo, ella siguió hasta que aquella masa de carne golpeó el suelo. En un parpado esa cosa se comenzó a deshacer en pequeños pedazos de mugre. —¡Tenías que quedarte muerto! — le gritó antes de caminar hasta la pila de mugre y escupirle.

No quise preguntar nada al respecto, no era el lugar ni el momento para compartir traumas. Solamente caminé hacia ella y le dije: —Vámonos, hicimos mucho ruido—. Corrimos por miedo a que los disparos llamaran la atención de la verdadera bestia, pero eso no pasó de inmediato. En un par de minutos encontramos nuestro camino fuera de los túneles.

—Ya casi— le dije a Fátima.

Colgando desde el tope del cenote había varias cuerdas con las que aquellos hombres bajaron, esa iba a ser nuestra salida. Yo sería el primero en trepar y desde arriba subiría a Fátima, una buena idea en teoría. Por desgracia, esta tuvo que esperar, pues cuando nos paramos frente al agua a discutir todo esto, un grito se escuchó desde adentro de uno de los túneles.

—¡Hugo! — se trataba de mi tío. Había sobrevivido a los túneles, o eso pensé al verlo. Estaba cubierto de tierra, su ropa estaba rasgada, sus ojos se tornaron de un color amarillo intenso, su voz se volvió más profunda y rasposa. —¿A dónde vas? — me preguntó.

Le apunté con la escopeta —No te movas Claudio, ya se acabó—

Él se comenzó a reír a carcajadas, todo mientras el oscuro túnel tras comenzada a brillar en azul —No te vas a ir, vas a pagar por la insolencia de tu abuelo y por el tiempo que me tuvo aquí encerrado, forzándome a comer mi carne, esperando el día de mi libertad—su cuerpo comenzó a tener pequeños espasmos y su boca a sangrar. —No pude llegar a él nunca, me conformaré contigo— me dijo.

—Hugo, dispará— me dijo Fátima, aterrada de ver que esa cosa había dejado de ser mi tío.

No pude hacerlo, pensar en tomar la vida de una persona hizo que mi cuerpo se congelara. El brillo del túnel se apagó y de las sombras aquella monstruosidad emergió, abrió sus gigantescas fauces cubiertas de dientes chuecos y afilados, de su interior tres lenguas reminiscentes a tentáculos se enrollaron en la cabeza de mi tío y lo arrastraron hasta la boca de aquella cosa. Una mordida rápida bastó para separar la cabeza del resto del cuerpo. Al final no tuve que acabar con la vida de mi tío, de hacerlo hubiese sido más digno. 

No podré olvidar la primera vez que vi a esa cosa; era peor de lo que mi abuelo descubrió en sus diarios. Aquella piel verde y húmeda con escamas, varios ojos amarillos que brillaban como el neón, cuatro patas cortas con garras afiladas. En su lomo tenía dos apéndices con picos en la puna, que parecían una especie de brazo mal formado. Una hilera de espinas que recorrían desde la punta de la nariz, hasta la punta de la cola. En uno de sus costados tenía clavado lo que parecía un viejo rifle de cerrojo; la piel se había encarnado y crecido alrededor de este. Su vientre brillaba de un azul intenso, que se intensificaba a cada paso que daba. 

Me comencé a sentir mareado, mi vista se puso borrosa y en dónde de mi mente podía escuchar una voz inhumana, hablándome, describiendo a detalle cómo quería torturarme, hacerme pedazos lentamente y saborear mi dolor.

—¡Que dispares, mierda! —me gritó Fátima antes de meter su dedo en el gatillo de la escopeta y disparar por mí.

Los perdigones lo golpearon en la cabeza, arrancándole un pedazo de carne, pero no sirvió de nada. La herida se sanó caso al instante, la carne volvió a crecer, dejando a penas una pequeña marca sobre la piel. Le volví a disparar dos veces más, pero solo logré hacerlo enojar. Eso cargó hacia nosotros con gran velocidad, empujé a Fátima hacia el agua justo antes de ser golpeado por la cola de la bestia, dejando caer el arma.

Me lanzó a varios metros de distancia, sentía que no podía respirar o moverme. Sentí que estaba por desmayarme cuando volví a escuchar la voz de aquella cosa, dando vueltas en lo profundo de mi mente. —De pie, no te quiero muerto tan rápido— me decía. Logré ponerme de rodillas y mirarlo directamente, eso soltaba un pequeño chasquido que trataba de imitar una risa. Me costaba respirar, una enorme presión en mi tórax me hizo pensar que más de una costilla se había roto. Fátima había salido del agua y se arrastraba por el suelo hacia la escopeta.

—¡El bolso! —me gritó ella.

La bestia comenzó a caminar hacia mí con sus fauces abiertas, sus lenguas se movían de un lado a otro soltando espesa baba verde. Comenzó a hurgar con una sola mano dentro del bolso en busca de un último golpe de suerte. Fátima logró dispararle una vez más en el lomo, haciendo voltear a la bestia un instante. Su vientre se volvió a encender de azul y en mi cabeza volví a escuchar aquella macabra voz —Eres la siguiente—. Cuando sus asquerosos ojos amarillos volvieron a estar fijos sobre mí, yo me encontraba de pie, sosteniendo la granada y con un dedo en el seguro.

—Podés regresarte al hoyo de donde saliste— dije antes de quitarle el seguro a la granada y lanzarlo con mis últimas. En lugar de hacerse a un lado, el monstruo atrapó la granada con sus lenguas y la engulló. Me lancé al suelo y cubrí mis oídos. El estruendo pudo escucharse por toda la montaña, la sangre espesa y maloliente salpicó las paredes y el suelo. Lo que era su cabeza terminó completamente deshecha, parecía un montón de carne molida y humeante.

—¿Ya terminó todo? —me preguntó Fátima mientras la ayudaba a ponerse de pie.

—Ya, ya nos vamos de aquí— le respondí mientras la abrazaba.

Me tardé un rato, pero logré trepar una de las cuerdas hasta el tope del cenote; ahí me encontré con otra terrible escena. Los hombres que se quedaron a cuidar estaban muertos, lo que sea que esa cosa les mostrase con sus alucinaciones los llevó a tomar su propia vida con las pistolas que portaban. Revisé los cuerpos hasta encontrar las llaves de la camioneta que tenía la cuerda amarrada. Fátima se sujetó a la cuerda desde el fondo mientras yo ponía en marcha la camioneta, usándola como un elevador improvisado. Cuando la ayudé a subir, di un último vistazo al fondo del cenote, donde antes estaba el cadáver de aquella cosa; solo había rastro de su sangre que llegaba hasta uno de los túneles.

Logré llevarnos hasta el hospital más cercano, trataron nuestras heridas y pasamos ahí un par de días. Ahí llamaron a nuestras madres, ellas nos cuidaron y se encargaron de que nadie hiciera preguntas. En cuanto nos sentimos mejor, Fátima y yo nos marchamos del pueblo juntos, queríamos olvidar lo que pasó esa noche y comenzar de nuevo. Pero, mi conciencia no me permite quedarme callado. La verdad sobre mi abuelo debe saberse, además de las atrocidades que sucedieron en aquel lugar.

Cuando lean esto ya no estaré en el país. Les dejo este escrito como un testimonio de lo que viví y una advertencia. Los sensatos me creerán, los torpes harán caso omiso. Pero todos deberán saber lo que encontré en la casa de mi abuelo, saber lo que está enterrado en la montaña de diamante.

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