
Las niñas bonitas no lloran

Por: Iza Brooks
En la imaginación de mi día perfecto, las preguntas están de más, ¿verdad? Es mi mente, son mis reglas, ¿no? Pero ahí estaba yo, mirándome en el espejo con una pregunta casi absurda en mi mente: ¿Por qué las novias deben llevar algo nuevo, algo viejo, algo prestado y algo azul el día de su boda? Llevaba el collar de perlas que había comprado para este día, el brazalete que mi abuela Lucía usó en su boda, los aretes que mi mamá me había prestado, y el color azul estaba representado en las rosas de mi ramo. Aunque cumplía con esa tradición, no pude evitar preguntarme si era realmente necesario. Era ridículo pensar que esas prendas podrían salvarme de un matrimonio desastroso, como lo había sido toda mi vida hasta ahora.
Y era aún más ridículo que yo las estuviera usando, a pesar de mi escepticismo, por miedo a algún tipo de mala suerte por no seguir esas creencias. Sacudí la cabeza ante ese pensamiento. Es tu día, Nadine, no lo arruines pensando demasiado, me dije, tratando de traerme a la realidad. El día más feliz de mi vida.
Mirándome en el espejo, una hermosa sonrisa se formó en mi rostro. Aunque siempre había sido hermosa, hoy parecía brillar con una luz diferente, más radiante, más viva, como si el reflejo de mis esperanzas y sueños se materializara en ese instante.
Salí de la habitación apretando el ramo de flores en mis manos. ¿Era normal que estuviera nerviosa, cierto? Era mi primera boda, y esperaba que fuera la única. Debía ser normal que sintiera que el camino hacia la playa era demasiado largo y que mis pies pesaban como plomo.
Al sentir la arena bajo mis pies, cerré los ojos por un momento y sonreí. Siempre quise casarme en la playa. El contraste de colores entre la puesta del sol y el agua, el murmullo de las olas… era el escenario perfecto para inmortalizar uno de los momentos más importantes de mi vida. Todo a mi alrededor parecía vibrar con una energía especial, como si el universo por fin estuviera a favor de mi felicidad.
La melodía que había elegido para mi entrada comenzó a sonar cuando llegué a la alfombra que marcaba el camino hacia mi futuro esposo. Los invitados se pusieron de pie mientras caminaba, pero no me enfoqué en ellos, sólo quería mirarlo a él. Su figura estaba bañada por el sol, pero por alguna razón, no podía ver su rostro. De forma inconsciente mis pasos, antes lentos, se aceleraron, como si no pudiera soportar un segundo más sin verlo. Finalmente, llegué a su lado, y cuando nuestras miradas se encontraron, pude ver que era…
***
El rugido de un trueno hizo que la visión se desvaneciera, arrastrándome de vuelta a la realidad. Con un estremecimiento recorriendo mi cuerpo por la fuerza de la naturaleza en su máximo esplendor, dirigí mi mirada al cielo, notando que, por momentos, se iluminaba con el resplandor de los relámpagos, que anunciaban un inminente aguacero. Es curioso, pensé. Siempre había llovido en mis peores días: llovió el día que murió mi abuelo Abel, el día que mi mejor amigo se fue del país, el día que mi mascota de toda la vida (un husky llamado Sam) murió, el día que aprobé el examen para ser admitida en la facultad de derecho, la última carrera que habría deseado estudiar, el día que me gradué con honores de la universidad, un logro que debería haberme llenado de orgullo, pero todo lo que sentí fue vacío, como si ese éxito no me perteneciera, el día que me contrataron en uno de los mejores bufetes jurídicos de la ciudad, una carga más sobre mis hombros, y ahora, el día en el que tenía una carta de despido perfectamente doblada en uno de mis bolsillos, un informe médico con los detalles de mi diagnóstico de trastorno depresivo en el otro y la palabra “fracasada” tatuada mentalmente en mi frente.
La visión del día de mi boda sólo había sido la escapatoria perfecta que mi mente había encontrado, un pequeño refugio de la vida que se desmoronaba a mi alrededor. Pero el trueno, cruel y estruendoso, me arrastró de vuelta sin piedad. Una carcajada seca, sin ningún rastro de emoción, escapó de mi garganta al recordar la escena que había estado creando hasta que el eco del trueno retumbó con una fuerza difícil de ignorar, incluso para una mente tan inmersiva como la mía.
No era extraño que estuviera creando una ilusión como esa en este preciso momento, reflexioné. Mi yo adolescente quería casarse a los veinticuatro años, y ahora, teniendo esa edad, la expectativa aún no se había cumplido. No sé por qué pensé que todo sería perfecto a esa edad. Tal vez porque necesitaba creerlo. Tal vez porque necesitaba tener un futuro donde era feliz al que aferrarme para sobrevivir cada día. Probablemente pude haberlo logrado si hubiera tomado otras decisiones, pero no era tan fácil como la Nadine de dieciséis años lo había pensado.
Ahora, a los veinticuatro, sólo tenía una carta de despido, un trastorno depresivo y una crisis existencial que me hacía dudar hasta de mi propia sombra. Una parte de mí me decía que debía estar feliz porque finalmente me había librado de un trabajo que odiaba, pero la sensación de haber fracasado no me dejaba disfrutar de la parte “buena” de haber sido despedida. Recibir una carta de despido fue más devastador de lo que pensé, a pesar de que ese trabajo no significaba nada para mí. Fue como ver de forma tangible mi fracaso siendo reconocido por otra persona, como si mi valor estuviera únicamente ligado a un título o un puesto. Una prueba de que el éxito que habían augurado para mí no era más que una fantasía. ¿Y quién era yo si no tenía éxito? No era más que un receptáculo de la voluntad de mis padres y las expectativas de quienes me conocían.
Siempre me moví de un extremo a otro, cumpliendo con lo que mis padres esperaban de mí y lo que la gente también esperaba de mí en consecuencia. Todo el mundo asumía que mi inteligencia y mi belleza eran la llave de un futuro brillante, sin saber que esas expectativas pesaban más que el propio éxito. Al escucharlos, siempre me preguntaba, ¿qué les hacía creer que ser inteligente y hermosa era sinónimo de un futuro exitoso? Mi vida era una prueba de que, en ocasiones, una cosa no tiene nada que ver con la otra. Mi inteligencia en los estudios no se tradujo en una inteligencia para la vida, porque no sabía qué quería hacer con ella. Cuando pronuncié el discurso de despedida en mi graduación de secundaria, hablando con una seguridad que no tenía sobre mi futuro, las felicitaciones no faltaron, y no pude evitar preguntarme, ¿de verdad proyecto hacia los demás una perfección que les hace creer que yo nunca he dudado o me he equivocado?
Quizá yo me encargué de proyectar esa imagen, sin quererlo realmente. Quizá fui yo la que usó voluntariamente la máscara que las personas habían creado para mí. Siendo niña, y después una adolescente sin ninguna idea de lo que significaba realmente la vida, siempre intenté cumplir con las expectativas de los demás, sin escucharme ni entenderme a mí misma. Sin embargo, en este momento, siendo adulta, no puedo evitar asumir un rol de víctima en mi propia historia, porque ¿es realmente mi culpa o de la sociedad obligarnos a mantener un estatus para sobresalir? El mundo es demasiado cruel para las personas débiles, y aquellas que son admiradas, como yo lo era y aún lo soy, tienen una vida con más privilegios. Pero ahora, sintiendo cómo esa máscara que llevé casi toda mi vida me estaba asfixiando, ¿realmente valió la pena vivir una vida que no era mía?
Las primeras gotas de lluvia cayeron al suelo en sincronía con el primer sollozo que escapó de mis labios y, por un instante, quise culpar a todos los que me exigieron tanto, pero en el fondo, sabía que la responsabilidad era mía. ¿Alguna vez tomé una decisión que realmente fuera por mí? ¿Alguna vez me negué a cumplir la voluntad de mis padres? ¿Alguna vez viví y no sólo existí?
Las lágrimas que se deslizaban por mis mejillas se mezclaron con las gotas de la lluvia que estaba cayendo sobre mí. Sentada en el columpio de un parque vacío a las 3 de la madrugada, no podía imaginar que la vida fuera más injusta conmigo de lo que ya lo era, pero al menos, la lluvia hacía que mis lágrimas se disolvieran y, por una vez, nadie podía juzgarme. Nadie esperaría ver a una niña bonita llorar bajo la lluvia, pero ahí estaba yo, escondida en la tormenta, donde por fin mis lágrimas podían caer libremente sin ser vistas.
La lluvia arreciaba, y con cada gota sentía que los muros que había construido para protegerme se desmoronaban. Me estaba dando permiso para sentir, para experimentar el dolor que había evitado durante tanto tiempo. Mientras mis sollozos eran silenciados por la tormenta, comprendí que este momento de mi vida, en el que tocaba fondo, me mostraba que era hora de quitarme la máscara que nunca elegí.
Estaba llorando en esa fría madrugada todo lo que había reprimido por años, y la sensación era tanto liberadora como desgastante. Después de todo, ‘las niñas bonitas no lloran’, ¿verdad?, pensé, incapaz de ignorar la ironía de esa frase. Es una creencia que había sido una maldición en mi vida, pero que ahora se convertía en un punto de inflexión para mí: finalmente estaba lista para darle una oportunidad de vivir a la Nadine que había ignorado toda mi vida.