Agradécele al sol
Por: Fernanda Isabella Rivas
No se le consideraría como un edificio demasiado alto, pero desde donde estaba sentado, a Mateo Costa le era difícil ver los rostros que salían de él. Aunque, por supuesto, tampoco es que se fijara mucho en sus vecinos como para reconocer a alguno si se lo encontrar en la calle.
Estaba haciendo algo de frío, al menos lo suficiente como para que las personas caminaran a sus autos y la parada de autobús un poquito más rápido de lo normal.
El sol no había salido por completo, pero ya había la suficiente luz como para que un nuevo día empezara. Deja caer la colilla del cigarrillo que se está fumando, mientras el humo sale de su boca. Esta siempre le termina sabiendo a mierda, pero no ha sido capaz de dejar el vicio.
El techo de su edificio era de concreto, de color gris. Tenía un par de plantas que alguien debía de cuidar porque siempre se veían saludables, y alguien había puesto unas cuerdas de metal para colgar ropa para secar. Había graffiti en las paredes, en su mayoría dibujos de los residentes del edificio. El de Mateo estaba justo donde él se sentaba para fumar, su ojos medio cerrados y boca hecha una línea.
Siempre le pareció un retrato fiel.
Aunque odiaba tener que levantarse temprano todos los días para ir a su insípido y aburrido trabajo, algo que Mateo adoraba hacer era ver el sol salir por las mañanas. Le era irónico ya que detestaba la luz del sol cuando caía sobre sus ojos; siempre había preferido la penumbra de las nubes oscuras y, aun así, ver al astro aparecer y llenar el mundo de color resultaba una imagen casi mágica.
Tendría que irse pronto, pero la salida del sol le daba cierta esperanza de que el día no iba a ser tan malo como esperaba cada vez al despertar. Por supuesto que, esa esperanza moría a la mitad del día, algo en las primeras horas demostrándole que la vida no tenía sentido y sería más fácil desaparecer.
Tira la última colilla de su cigarro, lo apaga y vuelve a su apartamento; tiene que lavarse los dientes.
Mientras se mira al espejo, observa todo lo malo que hay en su rostro. Tiene bolsas enormes debajo de sus ojos, su nariz está llena de puntos negros que tiene desde hace semanas porque no se ha dignado en removerlos, no ha recortado sus cejas en meses y su piel se siente reseca al tacto.
Resopla, pensando sobre cuándo fue la última vez que se cuidó de alguna manera. No lo recuerda. Escupe la espuma de su boca, la enjuaga con agua y se mira los dientes, que no se miran tan manchados como uno esperaría.
Le sonríe al espejo y es falso. Sonríe de nuevo, esta vez un poco más grande, y sigue siendo falso. Lo hace por tercera vez y sigue siendo falso. Espera que algún día la sonrisa se convierta en genuina.
Su día es igual que todos los otros días, lleno de compañeros de trabajo a los que no conoce realmente. No está seguro si quisiera conocerlos tampoco. Les sonríe porque es amable y porque no le criaron como una persona irrespetuosa, así que trata bien a todos. Siempre le invitan a ir a lugares los viernes, como lo es hoy, pero nunca acepta.
Mientras abre otra hoja en un archivo de Excel y piensa de qué forma sería más decepcionante morir (la respuesta obvia, por supuesto, es morir asfixiado por animales de peluche), Sol Cristina Solís le invita, otra vez, a que salga con los de la oficina a beber algo.
Sol Cristina Solís no es ni tan alta ni tan baja, tiene bonitas piernas, cabello pelirrojo teñido, piel un poco oscura y un diente un poco torcido que si no la miras fijamente nunca te darías cuenta. Mateo se dio cuenta. Es una de las personas más amables y sonrientes de la oficina y nunca pareciera que está teniendo un día gris.
El nombre de Sol siempre le ha causado risa a Mateo, ya que ella siempre se presenta con los dos nombres, sino sonaría como un personaje de cómics de superhéroes.
—¿Entonces? ¿Si quieres ir hoy? —pregunta Sol.
Por alguna razón que ni Mateo se explica, hoy sí acepta.
El bar estaba levemente iluminado, con una decoración simple de cuadros baratos, posters y uno que otro adorno hecho de madera. Las paredes estaban pintadas de un color rojo carmesí, dándole un ambiente algo íntimo al lugar. Había una barra, como de esas que se ven en las películas estadounidenses, con repisas llenas de botellas con diferentes tipos de alcohol.
No estaba precisamente lleno, pero sí concurrido. Había personas en mesas redondas, algunas en mesas altas, otras bailando, la mayoría bebiendo. Se sientan en un reservado, de esos que son un semi-círculo, con un sofá de cuero, de un rojo quemado.
No conoce muy bien a todos los presentes. El único al que diría que sí conoce, además de Sol, es a René, ya que hicieron algunos proyectos juntos hace unos meses. René se sienta junto a él y Sol junto a René.
Las salidas sociales nunca fueron mucho de Mateo. En la secundaria, solía mantenerse con sus amigos que preferían jugar videojuegos que ir a una casa a emborracharse. La universidad fue bastante parecida, claro, hasta que tuvo que dejar el último semestre para volver a casa, encontrar un empleo y cuidar de su padre enfermo.
Su padre murió, nunca volvió a terminar su carrera y se quedó en el trabajo.
Sin notarlo, ya habían traído la primera ronda de shots, tequila. Recordar el pasado y lo horrible de su presente siempre le daba a Mateo un mal sabor de boca. Viendo el líquido amarillento del vaso alargado, imitó a sus compañeros y se lo bebió de un solo, intento no hacer una mala cara.
Luego de eso, piden varios platos de comida para picar, botellas de cerveza y más tragos.
Mateo se ríe de los cuentos y chismes de corredor que sus compañeros cuentan, unos más interesantes que otros, por supuesto. Por ejemplo, el que el jefe del octavo piso engaña a su esposa con el interno que saca copias, esa era una que no había escuchado aún.
No importaba lo poco que interactuara en la oficina, era imposible no escuchar las habladurías de la gente.
Y aunque Mateo habla con casi todos los de la mesa, mantiene la conversación más amena con René. René Sandoval era alto, de la misma estatura que él, y según las miraditas que le lanzan tanto Sol como las otras dos muchachas que les acompañan hoy, obviamente atractivo. Usaba anteojos, tenía barba, pero no tan gruesa como para decir que era descuidada y su cabello era castaño claro.
—Nunca habías venido con nosotros un viernes, ¿por qué hoy sí? ¿Qué te hizo cambiar?
Mateo se detiene un momento, a pensar su respuesta.
—En verdad, no sé. Supongo que me levante hoy y algo en mí dijo que tenía que hacer algo diferente.
—Qué interesante mañana fue, entonces—dice René, sonriendo y tomando otro sorbo de su botella.
No, en realidad no, piensa Mateo, pero la noche ha sido, en definitivo, muy diferente.
Hay un punto en el que, cuando bebes y no es algo que haces con mucha frecuencia, empiezas a ver las cosas de manera diferente. En el caso de Mateo, después de varios tragos de tequila y cervezas amargas, las luces de colores del techo lo hipnotizaban hasta que se le formaba una sonrisa tonta.
Mateo no tenía un espejo para verse, pero podía sentir que era su sonrisa más genuina hasta ahora.
Sueña en renunciar a su empleo, pero no puede. Piensa en sus compañeros por primera vez, todos con sonrisas tan falsas como la de él, todos soportando la misma vida sin libertad. Todos sonriendo. Todos fingiendo. Todos intentando sobrevivir.