El digno camino de los indignados
Por: Lucas Andrés Marsell.
No podemos negar que el nicaragüense se ha ganado un lugar en la historia de esta Latinoamérica heroica, peregrina y sobreviviente. Una región impactada por la ansiedad de esa Europa expansionista, burbujeante y conquistadora, que nos muta y nos transforma, nos inyecta su impresionismo, su clasismo y su arte barroco, mientras extrae de nuestra venas el oro y el caucho, el cacao que seduce las bocas vírgenes e indignas de su crudo sabor; pero en ese intercambio cultural e ideológico, en esa mística epopeya que nos ha relatado la rebelión indígena ante la dominación extranjera, no se comprende (aunque se infiere) por qué aún existen estigmas de aquellas sociedades cacicales. El gran ensayista Pablo Antonio Cuadra ha tratado de echar luces entre las sombras, en su obra más difundida: “El Nicaragüense”; en ella se retrata la identidad, la idiosincrasia y particularidad del nica, lo hace con aquella pluma cargada de soberbia asertiva; no se le puede discutir, su fresco permanece en piedra y en acentos, en rasgos y comportamientos que delatan a nuestros hermanos en cualquier rincón del universo, incluso en el cielo más magro o en el infierno más diverso podríamos sin duda identificar al nica.
Lamentablemente una de esas características más notables es propia de un choque cultural incluso anterior a la conquista, hablamos del encuentro de dos pueblos: Los nahuas y los chorotegas. Los primeros (los nahuas) son una estirpe guerrera y migrante que huye del expansionismo mexica, siguiendo la leyenda profética que promete un asentamiento en tierras maravillosas bañadas por inmensos mares y gobernadas por majestuoso volcanes. Paradójicamente, al llegar no son los primeros, sino los invasores; se encuentran con los chorotegas que llevan siglos de lunas y siembras en la cuenca del Pacífico, ante ese escenario los nahuas o nicaraguas recurren a su poderío militar, pero son frenados y resistidos por aquel pueblo que muy a pesar de sus costumbres pacíficas no permite espacios al invasor, y viendo comprometida la tarea de expulsar a los chorotegas, los nicaraguas recurren a un falso armisticio y se ponen de acuerdo con los chorotegas para que les permitan transitar hacia el sur, asistidos por jóvenes tamenes (cargadores) que aligerasen ese éxodo, al que han vivido condenados (los nicaraguas) y al que hoy todavía nos condenan en la herencia. Los confiados chorotegas pensaban que habían llegado a un acuerdo diplomático; sin embargo, los nicaraguas atacaron a los tamenes mientras estos aun dormían, tiñendo la noche con la sangre de quienes les eran facilitadores para su tránsito; ahí empezó el desequilibrio de fuerzas en el que terminó predominando la de los astutos y traicioneros nicaraguas. Esta es quizás la única explicación del por qué Nicaragua haya tomado como herencia social el modelo dictatorial predominante en los pueblos nahuas y no el asambleísta, a todas luces más evolucionado, de los chorotegas.
Puede que ahora nos indigne vivir en el modelo autócrata y déspota de un dictador, pero es el modelo que heredamos de quienes pasaron de invasores a socios de la colonización, de quienes abrieron sus tiendas para negociar con el extraño y fueron atropellados culturalmente sin oposición. Sin embargo, también somos herederos de ese nacionalismo cultivado por los pueblos que mejor resistieron el frente a frente entre el barro y la espada, pueblos como Monimbó de origen chorotega y, de su mismo vientre, el heroico Diriangen, son ejemplos claros que nos permiten asegurar que en las venas de las generaciones pasadas y venideras, aun corre la sangre valiente de quienes se resisten a los modelos oprobiosos, a los gobiernos recios y dictatoriales, a los sacrificios humanos y las prácticas malinchistas y vende patria.
No debe sorprendernos el que ahora se pacte la desgracia de un pueblo. El pacto ha sido la estrategia política desde hace siglos en nuestras tierras, los primeros en recurrir a este ejercicio poco honesto e indigno fueron los nicaraguas (nahuas), pensando más en la venganza que en su libertad, calculando la desgracia de los chorotegas, que tendrían que exiliarse en favor de los extraños (conquistadores europeos), renunciando así a la oportunidad de ser señores de la tierra, por la de ser esclavos en ella.
Este ha sido el indignante patrimonio de los nahuas, un pueblo valiente, guerrero y astuto, pero también salvaje, extraño y migrante, con pobre desarrollo de identidad nacionalista, con poco o nada de interés por cultivar la democracia participativa, un pueblo que preparaba a sus jóvenes para la guerra, porque siempre han vivido en guerra, pero que descuida los lazos familiares y el desarrollo de sus urbes, un pueblo que no se opone a los caudillos, porque ha vivido entre caudillos y pactos.
Somos sangre nueva que puede desmarcarse de las herencias mancillosas y tratos indignantes. Esta nueva generación nos ha demostrado que muy a pesar de la insistencia de algunos por rescatar el modelo caudillista, la gran mayoría ha decidido rescatar las asambleas, como forma de gobierno, como esqueleto social en el que no se deposite el poder eternamente en la figura de un cacique cruel que exige sacrificios y tratos despiadado.
Que nos indigne esta realidad es necesario para poder salir de ella, de otra forma cómo podríamos albergar la esperanza en el desierto, como salir de un Egipto al que somos indiferentes, o como luchar por los demás si somos indolentes. La indignación es la manifestación más evidente, de una semilla cuyo fruto ya no es condescendiente con los caprichos y exigencias de los autócratas y dictadores, un pueblo que ya no se conforma con las migajas que pagan el esfuerzo de llevar tras sus espaldas pesados bloques que construyen el rostro narcisista de los faraones, un pueblo que desprecia el látigo y lo enfrenta.
Concluyo: “Que la indignación es el fiel reflejo de los pueblos que se resisten a ser tratados como el barro, y exigen y demandan ser tratados como humanos” Indignante seria vivir sin sentir desprecio por las cadenas, ni repudio por sus autores, indignante es vivir la febril condena, sin anhelar la libertad plena arrebatada por dictadores.